En mi opinión, los dos mejores libros que se han escrito sobre el régimen de los khmeres rojos son “El régimen de Pol Pot: raza, poder y genocidio en Camboya bajo los khmeres rojos” de Ben Kiernan y “Cuando la guerra hubo terminado. Camboya y la revolución de los khmeres rojos” de Elizabeth Becker.
Elizabeth Becker comenzó su carrera en 1973, cubriendo Camboya como corresponsal de guerra del The Washington Post. En aquel entonces Camboya para EEUU no era más que una nota de pie de página de la guerra que de verdad importaba que era la de Vietnam. China, Vietnam del Norte y EEUU jugaron con el país a su antojo. El 12 de abril de 1975, cuatro días antes de que los khmeres rojos entrasen en Phnom Penh, EEUU cerró su Embajada y se fue del país discretamente, sin todo el drama que acompañaría a su salida de Saigón dieciocho días después.
Desde el primer día, los khmeres rojos impusieron el aislamiento total del país y durante los siguientes tres años, serían muy pocos los testimonios que saldrían al exterior sobre lo que estaba pasando en Camboya. Lo triste es que casi nadie quiso creer esos testimonios. Elizabeth Becker tuvo la suerte de ser una de los tres únicos occidentales a los que los khmeres rojos dejaron entrar en el país pocas semanas antes de que la invasión vietnamita pusiera fin al régimen.
Tras el derrocamiento de los khmeres rojos, la paz no llegó a Camboya. Las ironías de la geopolítica hicieron que EEUU y China se aliaran para apoyar a los khmeres rojos y atizaran una guerra civil contra el régimen pro-vietnamita instalado en Phnom Penh, que aún duraría diez años más.
“Cuando la guerra hubo terminado” cubre el período que va desde los últimos años del reinado de Norodom Sihanouk hasta la firma de los acuerdos de paz de Paris el 23 de octubre de 1991, que pusieron fin a la guerra.
Para entender a los khmeres rojos y todas las salvajadas que cometieron, es preciso tener en cuenta que sus líderes cursaron estudios superiores en el París del comienzo de los años 50. Allí se iniciaron en el marxismo, en un ambiente dominado por el Partido Comunista Francés, de tendencias estalinistas y que aplaudía con entusiasmo cada vez que Stalin purgaba a alguien. A esas tendencias se añadían el antiamericanismo y el anticolonialismo. Todas esas lecciones se les quedarían profundamente grabadas.
El regreso a Camboya fue complicado. Norodom Sihanouk seguía una política errática con los comunistas camboyanos; tan pronto les daba un poco de cuartelillo, como les perseguía implacablemente. Los norvietnamitas, que teóricamente eran sus aliados, no se inmiscuían demasiado. Mientras Sihanouk no interfiriese en el tramo de la ruta Ho Chi Minh que pasaba por Camboya y mediante la cual Vietnam del Norte abastecía al Vietcong y permitiese el desembarco de armas con destino al Vietcong en el puerto de Sihanoukville, los norvietnamitas miraban para otro lado cada vez que Sihanouk les daba una somanta de palos a los comunistas camboyanos.
De esos años duros los líderes de los khmeres rojos extraerían dos lecciones: la importancia de ser autosuficientes y no depender de ningún hermano mayor (Vietnam del Norte) que les controlase y el uso del secreto para ocultar sus intenciones. Otra cosa que aprendieron en esos años fue a odiar a muerte a los vietnamitas. Aparte de recelos históricos que se remontaban al siglo XVIII, los khmeres rojos se dieron cuenta de que para los vietnamitas eran simples monedas de cambio, a las que se podía apoyar o dejar caer en función de los intereses de Hanoi.
La situación cambió en marzo de 1970, cuando un golpe de estado encabezado por el general Lon Nol y el primo de Sihanouk, el príncipe Sirik Matak, derrocó a Sihanouk. Lon Nol, derechista y pro-norteamericano, deshizo los delicados equilibrios que Sihanouk había tenido con los norvietnamitas. A diferencia de éste, no era consciente de la disparidad de fuerzas entre Camboya y Vietnam, que hacía que la mejor,- o más bien la única-, política posible fuera la contemporizadora que Sihanouk había mantenido. Lon Nol intentó expulsar a los vietnamitas del país y parar el tráfico de armas que desembarcaban en Sihanoukville. Lo que consiguió fue que varios miles de camboyanos mal armados y entrenados murieran inútilmente y que los norvietnamitas empezaran a apoyar a los khmeres rojos con más ahínco.
La ruptura de las hostilidades entre Lon Nol y Vietnam del Norte fue la salvación de los khmeres rojos. Mientras los soldados norvietnamitas soportaban la mayor carga de los combates, ellos pudieron ir construyendo un ejército eficaz, aunque mal armado, poco a poco. Los khmeres rojos nunca apreciaron la ayuda crucial de los odiados vietnamitas. Por el contrario, se autoconvencieron de que ellos solitos se habían currado la victoria.
En esos años, los khmeres rojos ya dieron pruebas en las zonas que controlaban de sus instintos genocidas, pero nadie quiso verlo. Los comunistas khmeres que habían sido entrenados en Vietnam y que volvieron para ayudar en la lucha, fueron purgados poco a poco y para 1975 ya quedaban pocos vivos. Los campesinos, a los que los líderes urbanitas de los khmeres rojos tenían mitificados, eran vistos como el verdadero espíritu de la nación camboyana, pero eso no impedía que lentamente les fueran imponiendo condiciones de vida más y más draconianas. Un rasgo peculiar del liderazgo de los khmeres rojos era su antiintelectualismo. Cualquier intelectual era un peligro y había que aniquilarlo. Resulta cuando menos curioso, toda vez que todos los líderes de los khmeres rojos habían estudiado en Francia y la etiqueta de intelectual les iba como anillo al dedo.
En 1973, Ith Sarin, un inspector de colegios que, desencantado con el régimen de Lon Nol se había pasado a los khmeres rojos y había vivido con ellos nueve meses, publicó un libro-testimonio sobre su experiencia: “Lamentos por el alma khmer”. Se trata de un libro muy perceptivo. Sarin se dio cuenta de las tensiones que había entre los vietnamitas y los khmeres rojos. Describió la vida en las zonas dominadas por los khmeres rojos como difícil y espartana, pero no desagradable. Aun así, observó algunos rasgos ominosos: la búsqueda del control absoluto por el Angka (“Angka” significa “organización” y era el nombre que se daban los khmeres rojos para encubrir que eran comunistas); las sesiones de autocrítica, en las que las faltas siempre eran del individuo y nunca del Angka. Sarin se dio cuenta de que quienes cortaban el bacalao eran Saloth Sar (más conocido luego como Pol Pot), Ieng Sary, Son Sen y Khieu Samphan y que Norodom Sihanouk no era más que un monigote, al que habían colocado al frente del FUNK (Frente Nacional Unido de Camboya) para aprovechar su prestigio.
Nadie se creyó el libro. La CIA encontró que la descripción de la vida bajo los khmeres rojos era demasiado agradable para su gusto y que no le servía para su propaganda. Muchos analistas extranjeros no pudieron aceptar que dos movimientos comunistas tuvieran rencillas y, encandilados con la figura de Sihanouk, no dieron pábulo a la noticia de que su papel en el movimiento era insignificante.
Los camboyanos, cada vez más hartos de la guerra y del régimen de Lon Nol, porfiaron en pensar que un gobierno de los khmeres rojos no sería tan malo y que, además, entre camboyanos siempre se entenderían. Cuando el 17 de abril de 1975 los khmeres rojos entraron en Phnom Penh, muchos camboyanos salieron sonrientes a las calles a recibirlos. Sería la última vez que sonreirían en muchos años.
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