Emilio de Miguel Calabia el 09 dic, 2019 En su ascenso jugaría un papel muy importante la amistad que trabó con la actriz Nuria Espert. Fue en parte gracias a ella y a los contactos que hizo en ese tiempo, que Terenci descubrió que no servía para actor. Le faltaba la disciplina necesaria para memorizar los papeles y se aburría. En cambio advirtió que su generación necesitaba un cronista y que él podía jugar ese papel. Ese papel lo jugaría efectivamente. “El día que murió Marilyn”, posiblemente su mejor novela, que fue publicada en 1970, es una evocación de la generación de los 50 y los 60. “El sexo de los ángeles”, de 1992, volverá a evocar ese tiempo, pero desde otra perspectiva más ácida. “El sexo de los ángeles”, que tal vez fuera la novela de las suyas que más le gustaba, es una evocación más sarcástica que nostálgica de la Barcelona cultureta de los años 60 y de la gauche divine barcelonesa. Otra persona que conoció en aquellos años 60 y que le influiría mucho, fue el cineasta cubano Néstor Almendros. Almendros puso algo de orden y disciplina en la formación autodidacta y desordenada de Terenci,- una persona a la que siempre le costó someterse a cualquier tipo de disciplina. Almendros le puso en contacto con la gran cultura y le ayudó a colmar las lagunas que inevitablemente deja el autodidactismo. A mediados de los 60 Terenci emprendió la aventura de salir al extranjero, – París y Londres serían sus destinos-, algo que hacían únicamente los osados aspirantes a artistas. Para alguien como Juan Goytisolo, que provenía de la clase media barcelonesa, era un paso casi obligado pasar al menos por París y respirar el aire de la cultura europea contemporánea, lejos de la censura franquista. Que un chico nacido en el Raval emprendiese la misma aventura con poco más de veinte años, era harina de otro costal. Era la prueba de lo que se había alejado ya a base de lecturas, películas y contactos de sus orígenes. En la segunda mitad de los 60 Terenci empezó a descollar como crítico cinematográfico, algo que entonces tenía mucho más relumbrón que ahora. Era como ser Carlos Boyero, pero con prestigio. En sus crónicas Terenci se revela erudito en temas cinematográficos, iconoclasta, exagerado, muy divertido y una puntita nostálgico. Algo que distinguía a Moix es que en sus críticas metía a Stendhal, a Rilke, a Puccini y a Botticelli; no era como los otros críticos que sólo sabían escribir de cine y, si acaso, un poco de novela policiaca. Fue el cine el que le puso en contacto con el poeta catalán Pere Gimferrer, contacto nada despreciable por cierto, porque por aquel entonces Gimferrer se carteaba regularmente con escritores de la talla de Octavio Paz y Vicente Aleixandre. Bonilla dice que fue Gimferrer quien empujó a Terenci a que retomase la narrativa. No sólo eso, Gimferrer le introduciría en el círculo de jóvenes escritores en ciernes que marcarían el panorama literario de los años siguientes: Leopoldo María Panero, Félix de Azúa, Rafael Conte, Vicente Molina Foix… No obstante, Terenci sentiría un cierto complejo de inferioridad ante sus coetáneos por la simple razón de que no tenía estudios universitarios como ellos. Sentía que ser universitario era pertenecer a una clase social superior. Un último favor que le hizo Gimferrer a Terenci fue ganar el Premio Nacional de Literatura en 1966. Fue una espinita que le puso las pilas a Terenci, que se dio cuenta de que no podía seguir así de disperso e hizo que se centrara en serio en la literatura. En 1967 ganó el Premio Víctor Català con “La torre dels vicis capitals”, un libro de relatos, algunos de los cuales fueron prohibidos por la censura. El libro fue un éxito de público y le dio ocasión a Terenci para mostrar sus dotes para la autopromoción. Entre las cosas que se dijeron de él por aquellos días: “[un] nombre que será importante y por el que no me importa apostar… (Llorenç Villalonga), “Tiene fans como Raphael o El Cordobés, y hay otros que le odian a muerte. Lo cual no impide que Terenci Moix sea uno de los autores más interesantes del momento” (Luís Carandell), “… todo es inventado en el arte de Moix y precisamente porque es inventado es verdadero” (María Aurèlia Capmany). “La torre dels vicis capitals” le colocaría en la palestra, que ya no abandonaría. Sus siguientes años fueron un cúmulo de los escritos más diversos (a Terenci no había más que proponerle que escribiera, digamos, en la servilleta de un bar, para que se lanzase con el mayor de los entusiasmos) y de “enfant terrible”, que fascinaba y encima caía bien (por principio los “enfants terribles” fascinan; lo de caer bien es más complicado). También fue por esos años que descubrió Egipto, otra de sus pasiones. Ya he dicho que los “enfants terribles” lo tienen complicado para caer bien. Incluso alguien tan simpático como Terenci acabó cayendo en desgracia. Tenía una cierta estridencia que podía llegar a cansar. Para colmo presentó al Premio Sant Jordi de Novela la primera redacción de “El sexo de los ángeles”, que era un retrato ácido del mundo cultural barcelonés. Satirizar a un grupo social tiene su aquél, pero encima pretender que los satirizados te premien… No, no le premiaron. Bonilla destaca cómo en los años finales de la dictadura, Terenci pasó bastante de la política, algo que nunca le interesó demasiado. Su manera de oponerse a la dictadura no era con alegatos marxistizantes, sino transgrediendo y haciendo de su orientación sexual una bandera. Eso muchos lo harían después de él, pero nunca con la gracia, la desfachatez y la iconoclastia de Terenci. Lo malo de ondear banderas y defender causas es que a menudo te dejas el sentido del humor por el camino. Por suerte, nunca le ocurrió a Terenci. A los treinta años, Terenci ya se había convertido en un referente, que no dejaba indiferente, valga el retruécano. Cuando a su hermana Ana María Moix le pidió una revista que entrevistase a algunos de los principales personajes del mundo de la cultura barcelonesa, uno de los escogidos fue Terenci y no fue únicamente cariño de hermana. La elección era justa. Si hacía algunos años Gimferrer se carteaba con grandes y reconocidos autores, ahora Terenci se veía en un libro de entrevistas (lo publicó Península en 1972) junto a Dalí, García Márquez, Vargas Llosa y Aranguren. La imagen que da Terenci en el libro es la de un escritor infatigable, apasionado y vanguardista a su manera (“El arte es como hacer el amor: si se hace bien, es siempre de vanguardia”). También hubiera podido decir que el amor puede ser un obstáculo para el arte. La década de los setenta fue poco productiva en el terreno literario, mientras que fue muy productiva en el terreno amoroso. Fue entonces cuando floreció su relación sentimental con el actor Enric Majó, a la que se entregó con la misma pasión con la que se había entregado anteriormente a la literatura. El propio Terenci lo reconocería en una entrevista: “Cuando estoy enamorado apenas escribo, me lanzo a vivir frenéticamente”. En lo sucesivo todos sus proyectos tendrían que ver con Enric y probó suerte en el mundo teatral, donde se sumergió a fondo. No era una persona que dejara las cosas a medias cuando se apasionaba. Lo que resulta más fascinante de Terenci es que, allá donde otro se hubiera apoltronado con el éxito, Terenci siguió probando nuevas cosas: presentador de televisión, convertirse en un escritor en castellano, plasmar su pasión por Egipto en un libro (“Terenci del Nilo”, que de su primera edición más personal, pasó a convertirse en un libro más ensayístico, casi de profesor)…. De esta etapa, exactamente de 1983, es “Nuestra Virgen de los mártires”, una novela festiva y burlesca, que exalta el sexo y ensalza un paganismo alegre y hedonista frente a la religión dogmática que le siguió. Para mí, esta novela supone un punto de inflexión. Fue el momento en el que Terenci Moix se dejó llevar por lo facilón, por las novelas divertidas y frívolas; fue el momento en el que la tendencia de Terenci a jugar con lo desaforado y los delirante se comió su capacidad, que la tenía, de abordar los aspectos más trágicos de la vida. “Amami Alfredo”, de 1984, repite la fórmula de “Nuestra Virgen de los mártires”, con personajes delirantes y mucho humor, girando en esta ocasión en torno al mundo de la ópera. La novela contiene también mucho dolor y es obvio que Terenci puso en ella muchos de sus fantasmas personales. Pero como en la otra obra, lo burlón se come a lo serio, que acaso fuera lo más interesante de la novela. Terenci escribió ambas obras mientras su relación con Enric Majó se desmoronaba y aquí y allá para quien sepa leerlos, hay barruntos de ese dolor que pronto lo laceraría. 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