Emilio de Miguel Calabia el 03 jul, 2018 Manuel la llevó a un cafetín discreto, de mesas camillas con una lamparita en cada una y una camarera displicente con coleta, que tomaba los pedidos como si estuviese haciendo un gran favor al cliente. A Manuel el cafetín le traía recuerdos de una de las pocas veces que creyó estar enamorado de verdad, cuando un encuentro casual fructificó en una noche de pasión, que él creyó que se extendería por muchas más noches igualmente apasionadas. La pasión duró una lunación, el tiempo para que a la interfecta le volviese a bajar la regla y por algún oscuro movimiento de los estrógenos, decidiese que Manuel no le gustaba ni poco ni mucho, vamos que no le gustaba nada, y pasase al cajón de la memoria donde guardamos todas aquellas cosas que hubieran podido ser, pero no fueron. A Azucena debió de gustarle mucho el cafetín, porque apenas se sentó, comentó que para ella el amor era como la teoría de las supercuerdas que con su vibración crean el universo, igual que el amor hace que vibren nuestros corazones, aunque ojo con la metáfora porque hay movimientos del corazón que no son vibraciones amorosas, sino taquicardias que aconsejan una visita al cardiólogo. “¿A ti, te vibra el corazón?”, le preguntó de sopetón y él con el aturullo, recurrió nuevamente a Gabriel Celaya: “Sí, trece veces por minuto”. Esta vez no hubo ni aplausos, ni ola, ni beso certificador de que era la respuesta correcta. La verborrea había trasladado a Azucena a una dimensión especial a la que no llegaban las ondas sonoras, una dimensión que funcionaba como una ametralladora de palabras. “Las cuerdas son las mejores metáforas del amor. El amor tiene que ser algo que duela y que ate. La cuerda que nos fustiga y la cuerda que nos amarra”. – ¿No es un poco extremo?- aventuró Manuel, pero su comentario fue absorbido por el agujero negro en el que se había convertido Azucena. – Te voy a contar una historia. Una vez yo tenía un gato. Lo llamaba Micifuz y lo quería mucho. Él me quería a su manera, pero a los gatos les cuesta amar. En cuanto me descuidaba, se escapaba por la ventana y volvía al cabo de varias horas magullado y sucio. Eso me hacía sufrir mucho. Una día tuve una idea. Le puse somnífero en la leche y mientras dormía con una aguja le cegué. Le tuve entre mis brazos hasta que despertó. Sé que la primera impresión debió de ser de extrañeza ante la oscuridad. A base de caricias, logré tranquilizarlo. En lo sucesivo me convertí en sus ojos. Le guiaba hasta el cuenco de la comida, le colocaba en su capazo para dormir y le arropaba con una frazadita que le había comprado en el Rastro. Le daba de beber con un biberón cuando sentía que tenía sed. Micifuz dejó de escaparse por la ventana. Ya no quiso salir del cuarto ni separarse de mí. Era feliz. Habíamos logrado una relación de cercanía que muy pocas veces consiguen los gatos y las personas. Yo creo que esa proximidad ni tan siquiera se consigue con las personas. Pasamos unas semanas muy felices. Por desgracia tres meses después, hubo una mañana que no quiso comer ni salir del capazo. Probé de todo. Le compré solomillos, que le trituraba, le compré una frazada nueva, pasaba horas con él, rascándole la barriga y acariciándole el cuello. En vano. Una mañana lo encontré rígido y frío en su canasto. Acaso porque la líbido estuviese más adormecida o porque sus gónadas estuvieran algo más pasivas, esta vez sí que fue la razón la que se impuso y Manuel vio inmediatamente la bandera roja de alerta. Esto no prueba que Manuel fuera singularmente perceptivo, sino que la bandera roja que Azucena acababa de ondear era grande, enorme, gigantesca, podía verse desde la galaxia de Andromeda. De hecho, en esos instantes, un astrónomo alienígena de cuerpo gusaniforme y ojos multifacetados acababa de verla por su telescopio de gravitones y estaba gritando en su idioma hecho de claquidos y crujidos “huye, Manuel, huye ahora que todavía estás a tiempo.” Dicen los eroticoescépticos que lo primero que mueve el mundo es el sexo. Los románticos rebaten que es el amor. Sin embargo ambos estarían de acuerdo en que lo segundo que mueve el mundo, o más bien que no lo mueve, es la inercia. Todo ser humano dejado a su libre albedrío tenderá a permanecer en el estado de reposo, a no actuar y a dejarse arrastrar por las circunstancias. Manuel había salido de casa, pensando que asistiría al recital poético de Azucena, que luego conversarían en algún lugar tranquilo y que rematarían la noche haciendo el amor en el estudio de Azucena. Durante las tres últimas horas, todas sus neuronas, todas sus células y hasta todos sus parásitos intestinales se habían desplazado por el espacio-tiempo movidos por la idea de que así transcurriría la noche. La visión de una bandera roja de alerta observable a años luz de distancia, no fue bastante para que Manuel cambiase de planes. La inercia había resultado vencedora una vez más. Hablaron un rato más, o más bien habló Azucena y Manuel escuchó, pidieron la cuenta, pagaron a medias, que Azucena se tenía por una mujer independiente y no le gustaba que anduvieran invitándola, salieron del cafetín y de la mano recurrieron calles y callejas oscuras hasta el estudio de ella. La segunda noche de pasión amorosa da pie para demorarse un poco más en el cuerpo ajeno y ahora, acabado el encanto de lo novedoso, fijar en la memoria con más nitidez sus rasgos y considerar con más serenidad, si es un cuerpo que nos pone realmente o no. Lo que en esa segunda noche advirtió Manuel fue que las tetas, aunque pequeñas, tenían una textura dura, que las elevaba a la categoría de muy placenteras. El vientre plano era agradable de acariciar. La mano se deslizaba por él con suavidad, no encontrando en su camino más que una verruguita a la derecha del ombligo que, por algún motivo, había pasado desapercibida la primera noche. Superado ese accidente de recorrido, la mano podía perderse en la floresta del pubis, que tenía algo de Mato Grosso y que Manuel prefirió no considerar con detenimiento, porque no tenía claro si le ponía o le causaba repelús. En el muslo izquierdo, a medio camino entre la ingle y la rodilla había una manchita irregular color café. Dado que Azucena no había dado indicios de estar interesada esa noche, ni tal vez ninguna otra, en el sexo anal, Manuel no pudo observar su espalda con el mismo detenimiento. Lo que observó fue lo justo para determinar que la verruguita de debajo del omoplato era un poco desagradable, con lo que agradeció que Azucena no incluyera el sexo anal en el menú de prácticas eróticas que le propuso en medio de los preliminares. Manuel era un poco previsible en todo, hasta en el sexo, y dejado a su albedrío, seguro que había sugerido repetir la postura del misionero. Azucena veía el sexo como un poema más, que no podía sujetarse a normas y tenía memorizado el capítulo 68 de “Rayuela”, que consideraba la cumbre de la literatura erótica mundial. “Amalábame el noema, que se me agolpe el clémiso y caigamos en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes”, sugirió, mientras le acariciaba la entrepierna, que es la parte del hombre que hay que acariciar si se quiere que sus neuronas cortocircuiten y su sentido de la realidad zozobre. El entusiasmo generado por las caricias fue tanto que Manuel encontró casi normal que Azucena sacase del armario unas cuerdas y le pidiese que se tumbase en la cama y se dejase atar por las muñecas de dos clavos que había en la pared, por encima del cabecero y en los que la primera noche Manuel no había reparado. Una mezcla de pudor y envidia malsana dificulta la descripción exacta de lo que le ocurrió al Manuel maniatado. Si acaso, pueden lanzarse algunas alusiones, carnaza para las pirañas eróticocuriosas, frases como lenguas degustadoras, dedos espeleólogos, vaginas de movimiento perpetuo, poseídas por pilas que nunca se agotan. Es posible que en el frenesí del momento, justo cuando una ola de endorfinas iba a romper sobre su tálamo, Manuel gritase “¡te amo, sí, te amo!”, palabras dichas en un momento de frenesí, en el que uno no sabe si la destinataria última es una Gorgona, una mantis religiosa o una mujer enamorada o acaso una mezcla de las tres que vaya a hacer que uno lamente esa promesa de amor. Manuel no supo en qué momento de la noche volvió en sí, desatado y con casi todas las neuronas en su sitio. Sí sabe que estaba amaneciendo y que a su lado, desnuda, Azucena escribía en un cuaderno. – ¿Qué haces? – Escribo. Esta noche me has inspirado muchas cosas. Escucha: Simbiosis Yo quisiera meterme Por tus venas Convertirme en tus plaquetas Y estar presente en tus análisis de hematocritos Y fluir por ti Como se fluye Cuando la temperatura corporal No excede de los 36 grados y medio. ¿Te gusta? – Lo de meterte por mis venas… – Es un poema amoroso. Manuel sabía de amores con dependientas de floristería, con administrativas que tenían cien pulsaciones por minuto, con divorciadas recientes que andaban buscando reconvertirse en algo, en cualquier cosa menos en una divorciada reciente… pero no sabía nada de bibliotecarias poetas y después de un sexo tan salvaje y novedoso como el de la noche, no se atrevió a contradecirla. Que fluyese por sus venas todo lo que quisiese si al final los dos se desangraban en un orgasmo monumental. Otros temas Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 03 jul, 2018