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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Noche de fiesta en el chalé de Juan Bonilla

Emilio de Miguel Calabia el

Cuando teníamos catorce años, Juan Bonilla era el pardillo de la clase. Su nuca era una pista de aterrizaje de collejas y no teníamos contábamos chistes de leperos, sino de Juan Bonilla. Él parecía que no se diese cuenta. O puede que sí que se la diese y que no le importase, que pensase que ser ignorado es mucho peor que convertirse en el hazmerreir de la clase.

Eso había sido hacía mucho tiempo. Cuando años después me lo volví a encontrar, era el dueño de una constructora muy potente, lucía un rólex y era invitado regular en el palco del Bernabeu. Y yo, el listo de la clase, el que inventaba los mejores chistes sobre Juan Bonilla, era un subcontratista de obras que sobrevivía a duras penas. Y lo peor es que llegó un momento en el que la diferencia entre ser capaz de pagar las nóminas o tener que hacer un ERE dependía de que Bonilla me pasase trabajos o no. Por suerte, parecía que había olvidado las collejas y los chistes del instituto, porque siempre, cuando más apurado estaba, me llegaba una llamada suya para ofrecerme una chapucilla. Para él era el chocolate del loro. Para mí era el salvavidas que me permitiría sobrevivir dos o tres meses más.

Por San Juan, Bonilla organizaba todos los años una superfiesta en su chalé de La Moraleja. Aquel año me invitó. Tal vez me quisiera agradecer una obra un poco complicada que me encargó y que le hice antes de plazo y cobrándole la mitad que otro subcontratista al que había contactado antes. Tal vez quisiera restregarme por la nariz toda su riqueza. O lo mismo, quién sabe, había caído en la cuenta de que no era sólo uno de sus subcontratistas, sino un compañero del colegio, que le había visto la noche que se cogió su primera borrachera y le había dado unas palmaditas en el hombro cuando su primera novia rompió con él.

Sabía que en la fiesta no me divertiría, que me despertaría todas las frustraciones que llevaba acumuladas desde que me dí cuenta recién cumplidos los treinta, que no sería el exitoso empresario que había querido ser. Pero uno no puede faltar a la fiesta de su principal cliente.

Llegué un poco tarde. Para entonces los alrededores del chalé estaban abarrotados de coches. Vi tres Porsches, dos Lamborghinis, dos Lexus y otro coche de una marca tan hiperexclusiva, que no llegué ni a identificarla. Aparqué mi Ford en un callejón sin salida un poco alejado. La botella de Rioja de crianza que le había llevado de regalo, la dejé en el coche. Algo me dijo que desentonaría con los Vega Sicilia y los La Veuve-Cliquot que le habrían llevado otros invitados. Me encaminé hacia la fiesta con un sentimiento de vergüenza.

Cuando entré en el chalé me encontré con una pradera de cesped donde mi apartamento habría cabido tres veces. Estaba llena de farolillos chinos y de gente guapa, de esa que sale en las revistas pero con los que nunca me cruzo en mi barrio. Unos camareros con chaquetilla blanca y pajarita negra navegaban entre esos arrecifes de pijos, llevando bandejas cargadas de güisquis, copas de vino y canapés. Me reconfirmé en que yo tenía más en común con esos camareros que con el resto de los invitados.

“Hombre, Ramón, ¡qué alegría que al final hayas podido venir!” Bonilla vino hacia mí, con una copa de vino en una mano y agarrando por el talle a una de esas rubias que han alimentado mis pajas desde la adolescencia, pero de las que nunca he estado a menos de treinta metros de distancia. “Mira, te presento a mi mujer, Mónica”. Mónica me sonrió de esa manera que sólo las reinas y las mujeres muy seguras de sí mismas saben hacer. “Encantado”, tartamudeé y se me vino a la cabeza cuando veinte años antes tuve que consolar a un Bonilla pardillo y doliente, al que acababa de dejar una chica flacucha y con gafas de culo de botella. La vida nunca es justa.

“Ramón era el que más latín sabía de la clase”, explicó a su mujer. “Le llamábamos “latinlistus máximus”. Me pasé todo el bachillerato copiándole los exámenes. Sin él, no habría aprobado en la vida.” La vida nunca es justa, pero hay veces que además te hace una pedorreta.

Mónica volvió a sonreírme y esta vez era esa sonrisa condescendiente que hacemos a los niños monos que saben tocar unos cuantos compases del “Claro de luna” al piano. Al instante consideró que ya me había dedicado suficiente tiempo, susurró algo a Bonilla y se fue.

“Mónica es un cielo, siempre quiere estar dando vueltas por toda la fiesta para asegurarse de que todo esté a la perfección. Es una suerte tener una esposa así.” Lo malo de los tipos con suerte es que no pueden parar de restregártela por la cara. O peor todavía, ni tan siquiera son conscientes de la fortuna que tienen. Bonilla parecía pensar que esposas como Mónica se encuentran todos los días. Le odié en ese momento. Pero era el odio de la hormiga contra el elefante que la puede aplastar en un suspiro.

“Perdóname, tengo que ocuparme de otros invitados. Sírvete lo que quieras. Estás en tu casa”. No, no estaba en mi casa. En mi vida tendría una casa como ésa.

La siguiente hora la pasé deambulando por el jardín, con una copa de vino en la mano. Nadie me hacía caso. Los advenedizos no interesamos a nadie. Hubiera podido ser invisible. A ratos, para fingir que era alguien, sacaba el móvil y llamaba a algún conocido. Mi padre me pidió que en la próxima visita a la residencia le llevara tabaco de estrangis. Mi hija me pidió que le dijera a su madre que le dejara tener un perro, y si no, un hámster; acabó conformándose con una tortuga. Mi ex me recordó que ese mes le había ingresado la pensión tres días tarde. Me sentía tan ignorado por todos, que hasta los gritos de mi ex me reconfortaron. “Yo también te quiero”, me despedí y fue la primera vez en años que esa frase fue un poco cierta.

Se me habían agotado los interlocutores habituales. La fiesta seguía y yo parecía el charquito que hubiese dejado un hielo que hubiese caído al suelo: algo nimio, diminuto, despreciable. Había llegado el momento de marcharse.

Entré un momento en el chalé para buscar el cuarto de baño. Tanto pasear copas de vino por el jardín, me había llenado la vejiga. Aunque mi experiencia de chalés es escasa, adiviné que el cuarto de baño de invitados sería la primera puerta a la derecha.

Abrí la puerta. Era un dormitorio. Oí unos gemidos y de pronto, en la penumbra, me di cuenta de que había un hombre de pie, mirando hacia el techo. Tenía la camisa desabrochada y los pantalones bajados hasta las rodillas. Acuclillada, una mujer desnuda de cintura para arriba le estaba haciendo una mamada. Era Mónica. Cerré la puerta con cuidado y me fui deprisa.

Según salía del chalé, se me vino Bonilla. Estaba un poco bebido. Me pasó el brazo por el hombro y me estrechó con fuerza. “Tenía ganas de hablar un poco contigo. Tú, sí que eres un amigo. ¿Cuántos de los que hay aquí crees que me aprecian de verdad? Están aquí porque tengo dinero. Ellos no me han conocido con quince años.”

Dimos unos cuantos pasos. Él seguía estrechándome. Parecía que había encontrado en mí una tabla de salvación de algún océano que yo prefería no conocer. “He hecho mucho dinero. Pero al final del día, eso tiene poca importancia. Te ayuda, pero no basta. ¿Sabes lo que hace que me levante con ganas cada mañana? El amor de Mónica. Todo lo que he construido merece la pena porque es para ella. Ella hace que quiera vivir”. Los ojos se le pusieron vidriosos, a mitad de camino entre la borrachera tristona y el sentimentalismo desbocado. En ese momento, Bonilla empezó a caerme bien.

 

 

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