El Sol es una estrella cuya interior está a unos 15 millones de grados centígrados de temperatura. Tiene una masa 330.000 veces superior a la terrestre, y él solo engloba el 99.86% de la masa del Sistema Solar, dejando en un papel muy discreto hasta al gigantesco planeta Júpiter. Pero además de enorme, el Sol es el “creador” de los mundos. El que alimenta a la mayor parte de los seres vivos de la Tierra. El que determina el paso de las estaciones, los días y las noches.
“El Sol lo es todo“, dijo Saku Tsuneta, físico solar y vicepresidente de la Agencia de Exploración Aerospacial de Japón (JAXA), en una entrevista publicada recientemente. Allí, protegido del calor veraniego por un aire acondicionado y el techo de un bonito despacho, el japonés sonreía al resumir el que es uno de los motivos que llevan a los físicos a poner sus ojos y sus telescopios en el disco solar: el reconocimiento del enorme poder y misterio que envuelve al Sol.
Y es que, a pesar de la falsa sensación de seguridad que puede dar leer el pronóstico del tiempo cada mañana, o escuchar las tranquilizadoras palabras de los científicos en los medios de comunicación, lo cierto es que la ciencia no es omnipotente. Tan solo es provisional, y está atada al limitado entendimiento humano y a la eficacia de sus instrumentos. En el caso del Sol, el hombre ha estado como mucho unos 400 años observándolo. Y eso, en una estrella que tiene 4.500 millones de años de antigüedad, no es más que un suspiro. ¿Se puede saber todo sobre la personalidad de una persona con tan solo mirarla durante un segundo? ¿Los instrumentos y la ciencia humanas ya han conseguido desentrañar todos los misterios de la estrella?
Desde el espacio y la Tierra los telescopios lo intentan; pueden observar la periferia solar y buscar patrones. Se puede recurrir a la física nuclear para inferir cómo será el interior del núcleo. Mucho más lejos, en las profundidades del espacio, se pueden buscar estrellas similares al Sol en otras etapas de su vida para predecir cómo vivirá y morirá nuestra estrella.
Y aún así, la ciencia aún no entiende al Sol por completo. Tal como Tsuneta dejó ver una y otra vez, aún no hay simulaciones que puedan predecir cómo influye el Sol en el clima a través de las manchas solares. Tampoco se puede saber cómo ni cuándo se producirán las erupciones solares, ni qué efectos podrían tener estas sobre la Tierra. Aún no se entienden los mecanismos físicos que las producen. Tampoco se sabe por qué ahora mismo el Sol está inmerso en una etapa de baja actividad solar que no sigue la tendencia cíclica habitual.
Por eso, podría ser que el cuestión de años las temperaturas bajasen gracias al Sol. Así pasó durante el mínimo de Maunder, un momento en el que la actividad solar era baja y había pocas manchas solares: estas son como parches de la superficie solar que están más fríos que los alrededores y que se producen a causa de fenómenos magnéticos. Sea como sea, parece que gracias a las manchas y por mecanismos que aún no se conocen, durante el mínimo de Maunder las temperaturas medias cayeron en dos grados en todo el globo.
También podría ser que el evento Carrington, un fenómeno en el que una potente erupción solar dañó los telégrafos de la Tierra y provocó auroras boreales en bajas latitudes, se repitiera. Y que en pleno siglo XXI, ya no afectase a los telégrafos, sino a satélites, naves y sistemas electrónicos terrestres: desde aviones, plantas eléctricas hasta congeladores. “¿Será mañana? ¿O dentro de 1.000 años? ¿Los efectos serían muy graves o estamos protegidos por la atmósfera terrestre y el campo magnético?”, se preguntó Tsuneta.
No lo sabemos. Tan solo hay probabilidades y simulaciones de ordenador imperfectas, y más imprecisas cuanto más complejo es el sistema que se estudia o más a largo plazo se quieren hacer las predicciones. Y, ¿hay algo más complejo que el clima? ¿Algo más misterioso que el Sol?
A pesar de todo esto Saku Tsuneta no trató de ser alarmista. No hizo ninguna adivinación apocalíptica ni ninguna afirmación categórica. “Los científicos solo observamos e informamos”, dijo. “¿Deberíamos prepararnos? Esta es una pregunta cuya respuesta es una cuestión política y que compete a la sociedad”.
Al contrario que el adivino, el científico no da certezas. No da titulares a los que agarrarse, ni palabras cálidas. El científico se abraza a la frialdad de la incertidumbre, de las probabilidades, de las observaciones. Es enemigo de la lectura política e interesada de sus palabras. Solo se limita a informar. Resulta irritante para los que están acostumbrados a otra cosa y exigen al científico que se convierta en profeta.
La conclusión no es que el Sol va a acabar con el mundo pasado mañana, aunque probablemente lo hará cuando llegue al final de su vida dentro de miles de millones de años. Más bien ocurre que el Sol, ese todo del que depende absolutamente la Tierra, es una entidad compleja que la ciencia sigue estudiando y ante la que el humano es apenas un humilde observador. Tal como ha ocurrido en el pasado y se ha visto en otras estrellas, puede haber erupciones solares capaces de arrasar planetas, y cambios de actividad que alteren el clima al menos de forma temporal y limitada. Pero también ocurre que muchas veces las erupciones esquivan a los planetas, o al final los cambios climáticos son suaves y soportables.
Según dijo Tsuneta, las estrellas de tipo solar sufren grandes erupciones estelares una vez cada cinco o diez mil años. Con una frecuencia muy similar ocurren los terremotos más potentes. La suerte quiso que en 2011 un terremoto así provocara tsunamis y un accidente nuclear en Fukushima. El tiempo dirá si la sociedad acepta esta incertidumbre y se prepara ante el futuro o simplemente lo ignora.
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