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Lee Konitz en Madrid

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Reservadas todas las mesas desde hacía meses, no quedaba otra que disfrutar del concierto de Lee Konitz desde la barra del Clamores, que tampoco es que sea mal sitio. Además de la lata de estar hora y pico de pie como un azafato, el problema era que el concierto iba a ser acústico y había que estar atentísimo y tomar la copa sin entrechocar los hielos (beber un gin tonic sin que suenen los hielos es una operación de gran lentitud carente de todo interés). Muchos acordes del pianista sonaban lejanísimos y cuando comenzaron a cantar (porque cantaron) ya hubo simplemente que imaginar.

Como si fueran Robson y Mourinho saliendo de gira, al octogenario Konitz le acompañaba Dan Tepfer, que parece un primo de Rob Lowe y además de pianista es astrofísico. Las señoras le rodearon al finalizar el concierto para comprarle discos y pedirle autógrafos. Sobrado técnicamente, había algo delicado, pero mortecino en lo que tocaba. Una tendencia excesivamente divagatoria en algunas improvisaciones. La fórmula del dúo es muy habitual en Lee Konitz y cuando se trata de saxo alto-piano es especialmente interesante porque hay siempre una sensación de contrapunto, de agridulce, pero son dos sonidos muy distintos, muy denso, cuajado y hecho el del saxofonista, y no tanto el del pianista. Tepfer tiene una tendencia a dar un montón de notas, un virtuosismo algo blando, mientras que Konitz, con un sonido que ya es historia absoluta del jazz, produce un sonido misterioso y lirico a la vez. Eso es Konitz, un voz misteriosa. Bop seco. La perplejidad que produce un discurso libérrimo y a la vez sereno. Konitz aún obtiene un sonido que es como una línea de lirismo suave y ajustado, pero con una distancia de la que surge la extrañeza, el humor incluso. En los mejores momentos, cuando ataca por ejemplo su adorado Body and Soul, parece una música de una hermosura y sencillez perfectas.

Hubo un momento en que dieron una nota meditativa y pidieron al público que sostuviera el om del yoga. Los de las mesas lo hicieron gustosamente, que para eso estaban más cómodos. Después Konitz comenzó a cantar e improvisó un scat al que se sumó el pianista. Entre el humor y el experimento el tono del concierto decayó. Las chicas de aspecto francés que acompañaban a sus novios comenzaron a mirar el techo aburridas (¿por qué las pijas nunca miran las musarañas?). La broma del scat, con todo, tenía su profundidad. Las notas que salían de la garganta de un hombre de cerca de noventa años las puede obtener cualquiera. En un instrumento completamente ordinario que expresaba la electricidad cerebral de su improvisación. Además de una invitación universal al jazz, tenía algo de pronunciamiento estético. Todo lo que se toca ha de poder cantarse antes. El tarareo como un principio de sencillez expresiva.

Konitz es un cachondo. Vestido de negro, con gafas de sol, parecía Gingivitis Murphy. Cuando terminó el set, entre aplausos que reclamaban el bis, regresó al escenario, agarró su chaqueta olvidada y cuando los aplausos se relajaron volvió a irse.

Pese a la atmósfera acústica que enfriaba lo ya de por sí cool, hubo el habitual alarido del fan jazzístico. Ese alarido como de indio sioux a punto de comenzar la batalla. Ese ulular es una gran dificultad de aficionado fonográfico pues repite en club el grito lejano en los discos grabados de gran auditorio. Es el gran virtuosismo con el que el fan responde al virtuosismo del músico.

Sonaron standards: Round Midnight, Lover Man, The song is you (The sin is you) o el Darn that dream, que quizás alcanzó el punto de clímax emotivo. Las pocas parejas jóvenes aprovecharon entonces para regalarse alguna caricia.

 

Como no existe en el mundo gente que conozca las esquinas y lugares de esos temas mejor que Lee Konitz, salimos de allí con la sensación de haber recibido, no un testamento, sino una actualización en el estado de asuntos eternos.

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