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Wert

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Cuando pienso en Wert me acuerdo de lo que Pemán decía de Unamuno: Unamuno o la Gracia resistida. En Wert es más bien la gracia en minúscula, la gracia que no le ve nadie y que se le resiste. Lejos ya Mourinho de nuestras españolas y ejemplarizables vidas, queda Wert haciendo de malo. Con ese aire de Erich Von Stroheim pulido que tiene, el ministro va a pitada por acto, hasta un punto en que inevitablemente ha de resultarnos simpático.

 

Hoy al ministro le ha pitado la Cultura. Si los actores eran más bien la cultureta, cuando le ha pitado el Real le estaban pitando los poseedores del patrimonio cultural, los paladeadores y degustadores de la alta cultura. Los guardianes celosos de la nota más alta del pentagrama que habrán sentido ese envalentonamiento de masa que contaba Cortázar del público ovacionador y fanático. Habrá pitado un gafapastoso, cejialzado o encopetado melómano y a partir de ahí el silbido se habrá hecho unísono, avasallador, único. Wert parece ya un árbitro, ¡le pitan hasta los albañiles! Los dueños de las corcheas, de los gorgoritos, de las batutas le abuchearon como a un tenor incapaz, pero lo hacen de la misma manera con la que aplauden o abuchean a sus músicos, ¡de oído! Es un público que escucha música de partitura, pero reacciona y aplaude y abuchea puramente de oído. Y sabemos quiénes son: son esos señores que pronuncian siempre como Javier Marías en las entrevistas, como si en el final de cada palabra hubiese un placer degustativo y sexual (el propio Wert es un poco así). Porque si lo popular es comerse letras, ciertos cultos pronuncian hasta el último fonema de la palabra (¿cuál será la unidad menor, el átomo del fonema? ¡Hasta ese pronuncian!).

 

Protestó el público del Real por la educación pública (que a lo mejor conocen de algún documental) con una pitada a la que sólo le faltaba un cochinillo que cayera. De este modo, el Teatro Real ha demostrado la misma educación que esos bachilleres resabiados que le hicieron el desplante al ministro. Si así están las élites, qué no harán en los teatros de variedades.

Pitar al ministro, ningunear a una infanta, las modas recientes del saber estar.

Le pitan a Wert en los colegios, las universidades, los cines y las salas de conciertos, le silban los músicos callejeros, los estudiantes de flauta, los poetas de provincias, los libreros de viejo, los grupos indies, los cantantes de rap, las gordas del bel canto, los documentalistas, el señor que compone música sinfónica y hasta el traductor de finlandés. Le silban con los dedos y le silban gomero. Y  dos posibilidades hay: que todo sea un prejuicio político más o menos orquestado o que verdaderamente el ministro esté acabando él solo con la cultura española contemporánea. El efecto de Wert sería equivalente al de una generación entera que hubiera salido punk. Como si todos los grupos de la radio fueran Kortatu. ¿Cómo no nos va a resultar simpático, si nos lo pintan como un ejército ágrafo, punki y con tachuelas a este Wert al que acompañan los vientos, siempre la baticola de una banda de música de pueblo?

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