Hace sólo unos días le estuve dando vueltas a la jeta de Philip Seymour Hoffman. Ponían esa de “Misión imposible” en la tele en la que hace de villano, y hay un momento, cuando Tom Cruise ve que se le ha escapado en el helicóptero, que la cámara recoge en el ceño de Tom Cruise la certidumbre de que Hoffman va a cumplir su promesa de matar a su mujer mientras el está mirando. Luego el guión decide otra cosa, pero falseada, porque la realidad era esa. Hoffman ha sido el villano en estado puro, y cualquier centímetro de su cara sabía demostrarlo. La perturbación, lo “otro”, residía en ella tanto si hacía de bueno como de malo… Los detalles de su muerte contienen todo ese mundo de trastero que, al parecer, contenía su propia vida y propio arte interpretativo. Es una lástima para el cine, para las películas. No voy a hacer ahora un repaso de ellas, pero sí quiero apuntar ese hilo negro que une sus personajes de “Happiness”, “Antes de que el diablo sepa que estás muerto” y “The master”. Qué gran actor, qué gran simulador y qué bien sabía entreabrir sigilosamente la ventana de su lado oscuro.
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