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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

China no es país para cruceros

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Con el libro “En un biombo chino”, de Somerset Maugham, como brújula inspiradora, el veterano escritor y aventurero Javier Reverte viajó a China en el verano de 2012 para surcar el Yangtsé, el gran río de Asia y uno de los más largos del mundo tras el Amazonas y el Nilo. Fascinado por los ríos, el autor acude a China en busca de sus particulares “Montañas de la Luna”, como las que descubrieron los exploradores británicos Richard Francis Burton y John Hanning Speke en su expedición a las fuentes del Nilo entre 1856 y 1859.

“Un verano chino” ha sido publicado por Plaza & Janés.

Pero, después de dos viajes periodísticos al gigante asiático en 1978 y 1987, Reverte encuentra que ya no queda romanticismo oriental en esta China globalizada del siglo XXI. Así lo cuenta en su libro “Un verano chino”, publicado por Plaza & Janés. Tras casi cuatro décadas de apertura al capitalismo y frenético desarrollismo, aterriza en un Pekín cubierto por una espesa nube de contaminación que impide que se vea el sol y paralizado en el atasco permanente, una jungla de asfalto donde impera la ley del más fuerte y ese nunca es el peatón. Por su mugre y su asilvestramiento, la sociedad china parece desagradar tanto a Reverte que solo así se explica que cometa varios descuidos garrafales en un escritor de su prestigio, como llamar “huans” a la mayoritaria etnia “han” y “urgures” a los uigures de Xinjiang.

De la mano de Xiao, una guía local con mentalidad más española que china, Reverte se adentra con otro compañero de fatigas en un país en construcción, aunque sería más apropiado decir “en destrucción”, de su pasado y su naturaleza. “Mi país es feo de cojones”, llega a decir la deslenguada guía al contemplar el degradado paisaje. En literas a bordo de trenes arcaicos, que viajan atestados de ruidosos pasajeros que sorben sus “noodles” y empuercan los baños sin importarles un carajo el prójimo, recorre la China gris de la polución, las minas de carbón y las fábricas desvencijadas y luego la China marrón de la desertización en su camino hacia las fuentes del Yangtsé en la región del Tíbet.

Burlando controles policiales, porque la zona permanecía entonces cerrada a los turistas extranjeros tras la revuelta tibetana de 2008 y las inmolaciones de monjes budistas contra el autoritario régimen chino, llegan hasta el lugar donde se forma el gran curso del río. Y, en este lugar de naturaleza salvaje, por fin hallan un remanso de paz, de belleza y de aire limpio.

Su viaje continúa luego por la legendaria Garganta del Salto del Tigre y por idílicos pueblos de la provincia de Yunnan como Lijiang, del que el autor se enamora pero sitúa erróneamente en la vecina Sichuan. Pasado este oasis, su expedición se torna una odisea en cuanto el Yangtsé se hace navegable y recorre las infernales megalópolis que están creciendo en su ribera como Chongqing, cuya área metropolitana alberga 30 millones de habitantes, o Yichang, cerca de la presa de las Tres Gargantas.

A pesar de su espectacularidad natural, el “Río Largo” de China y sus especies han sucumbido al crecimiento insostenible del país, que se ha poblado de factorías y siderurgias que vierten cada año 25.000 millones de toneladas de basura a sus aguas, de las que beben 500 millones de personas que viven en su cuenca, según nos cuenta Reverte. A la polución apocalíptica del paisaje se suma la superpoblación del paisanaje y sus particulares “encantos personales”. Y es que, aunque campechanos y hospitalarios, los chinos aún están por pulir tras haber pasado en pocos años del comunismo atroz de Mao al capitalismo salvaje. “A menudo, en las ciudades de China, tenía la impresión de que la gran mayoría de sus habitantes pertenecían a una tribu salvaje llegada de súbito de las montañas y carente todavía de normas de urbanidad”, escribe un asombrado Reverte, quien también nos relata los horrores de la masacre de Nankín perpetrada por los japoneses en 1937 durante su larga y sangrienta ocupación del país.

Salvo el idilio en Lijiang, parece que el autor no disfruta del viaje hasta que no llega a Shanghái, la ciudad más occidentalizada y civilizada de China y “el único lugar al que volvería”. En este Nueva York oriental plagado de futuristas rascacielos, Reverte dirige su mirada ácida no ya a la zafiedad de los chinos que escupen estruendosamente o están a punto de atropellarlo con sus motos eléctricas, sino al obsceno culto al dinero de los nuevos ricos. Carentes de moralidad y cultura, creen que el futuro les pertenece mientras lucen costosísimas joyas y amantes todavía más caras, pero no se dan cuenta de su miseria humana y su ignorancia porque han olvidado su historia.

“¿Qué queda de vuestro pasado?”, le pregunta Reverte a su guía, que le obsequia con una respuesta tan lúcida como contundente: “La bruma tan solo. Pero es la bruma de la contaminación. Un mundo ha muerto”.

Inmersa en su propia Revolución Industrial en un planeta tecnológico y globalizado, así es la China del siglo XXI, un país durísimo e incómodo al que no se puede venir a hacer turismo de postal, sino antropológico para conocer cómo será, por desgracia, el mundo del mañana. Como bien descubre Javier Reverte en su periplo, China no es país para cruceros.

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