Hay una señora alemana mirándome. Estoy sentado, dándole a la tecla, en ese rincón ambiguo que hay entre la recepción y el comedor de los hoteles. Un barman aburrido hace la estatua. Sé que la señora es alemana porque tiene los hombros anchos y un calzado jodidísimo. Si quieres conocer a alguien, cálzale.
Los hoteles son, por su impersonalidad y sábana blanca, una embajada para la conciencia. El mal, la euforia y el pecado no se pegan, no dejan rastro perdurable, se quedan a ciegas en una habitación que es como cualquier otra habitación de cualquier hotel del mundo. En las casas pasa exactamente lo contrario: la cama del cuarto de abajo puede ser la cama donde Andreíta perdió la virginidad, o donde la palmó el abuelo Paco. Las camas de hotel, pobres, han visto mucho más pero están igual de quietas siempre.
El hotel es, además, un universo propio con el eje de la realidad particularmente desviado. Convive un montón de gente que no se conoce, ni tiene interés en conocerse; una gens extraña que se encuentra en los pasillos, saludante por inercia y por pudor. Podríamos decir que muchas familias son hoteles en base a estos parámetros.
Viva el buffet, un parque de atracciones que estimula nuestros instintos más bajos y reboza la pasión con mantequilla. Familias enteras desayunadas a base de huevos con bacon. Al final solo acaba satisfecho un niño gordo, que tras zurrarse siete cruasanes con Nutella colapsa de alegría las arterias; los demás cogemos otros tantos platos y no acabamos ni la mitad, doblemente compungidos por la falta de mesura y de apetito.
Hasta los grandes hoteles tienen complejo de colmena, de lujo simétrico pintón y en línea recta. Su sofisticación exige un gran esfuerzo: hay que resultar creíble entre tanto albornoz grueso. Bajamos a recepción lavados y bonitos, aunque solo sea para pedir la hora. Cada abeja con su pareja, y al cine siempre bien peinado, sobre todo por detrás.
En los hoteles, por suerte, siempre estoy de paso. Me agradan, me acogen y me recuerdan lo bonita que es mi casa. Ahí donde tengo mis libros y mis discos. Donde hasta la alfombra está marcada por mi acento. Donde, gracias a Dios, no hay una señora alemana mirándome tan fuerte.
Cultura Santiago Islael