Subo al Blog la Tribuna que publiqué ayer en el diario ABC por si alguien no ha podido leerla.
Cuando vuelvo la vista atrás, y compruebo el tono de los numerosos artículos que he escrito, tanto en el mundo digital como en la prensa escrita, sobre la política española compruebo que la gran mayoría de ellos, por no decir la totalidad, eran críticos. En casi todos ellos, me centraba, y a veces con excesiva mordacidad, en los aspectos negativos de la acción política de nuestra nueva izquierda, tanto la representada por el actual PSOE de Pedro Sánchez como por el populismo chavista-bolivariano de UNIDAS PODEMOS y sus líderes.
Mi posición, lejos de ser excepcional entre los columnistas políticos, se inserta en una división en bloques, de izquierda y de derecha, que viene intensificándose en los últimos tiempos y que sin duda ha influido en el actual fraccionamiento de la sociedad española. El dato fáctico que ha puesto de relieve recientemente Narciso Michavila en el ABC del 17 de noviembre es revelador: “por cuarta vez en cuatro años, los partidos de izquierda y de derecha, excluyendo los nacionalistas, han empatado en votos”. Lo cual significa que, pasados 80 años desde el final de la Guerra Civil, y tras 42 años de convivencia democrática dentro de la Constitución y las leyes, España vuelve a estar dividida como en 1936 en dos bloques, cuantitativamente casi iguales, pero de signo contrario.
Ante esta innegable situación, caben varias actitudes. Habrá quienes dediquen su innegable inteligencia política a añorar los tiempos pasados de la Transición. Pero ésta, por muy ejemplar que haya sido, es historia: la España de 1975 no es la de hoy. La sociedad española actual ha cambiado sensiblemente. España es otra. Y no solo porque se hayan incorporado a la vida pública nuevas generaciones, sino porque el desarrollo de la propia democracia ha ido cambiando la percepción popular de los intereses en juego. Actualmente, el resultado de las elecciones generales refleja que hay una buena parte de la ciudadanía que vota más emocional que racionalmente y que pospone los intereses generales de la Nación española a los intereses particulares de quienes se envuelven en la rentabilidad de las banderas localistas.
Habrá otros que busquen culpabilidades. Se centrarán en indagar quiénes son los responsables de que haya desaparecido el espíritu de concordia y consenso de la Transición. Y así, no serán pocos los que digan que hubo políticos oportunistas que se aprovecharon de la crisis económica y de la corrupción galopante de una parte de la clase política para amplificar propagandísticamente sus efectos y condicionar de ese modo la opinión de la gente. Son los que han utilizado la situación de las mujeres, los afectados por la pérdida de sus ahorros, los parados, los pensionistas y los homosexuales, para incitarlos a rebelarse contra el establishment que es un culpable que soporta en silencio todos los males económicos y sociales que se le imputen.
Pues bien, ¿de qué sirve afirmar una y otra vez que se ha acabado con el espíritu de la Transición? ¿Tiene alguna utilidad señalar quiénes fueron los culpables del aniquilamiento de su espíritu de concordia? ¿Conduce cualquiera de estas dos actitudes a superar la preocupante división de nuestra sociedad en bloques enfrentados? ¿No seguirá desenterrando lo que nos separa y hará cada vez más profunda la nueva división que padecemos el que nos atrincheremos en nuestras posiciones?
Creo sinceramente que la sociedad española de hoy necesita más que nunca que volvamos a reconciliarnos, que tratemos de “atraer y acordar los ánimos desunidos”. Y ésta es una tarea posible y de todos. Posible porque España tiene muy alto el umbral del dolor. Nuestra capacidad para soportar el daño infligido por los que violentan la convivencia ciudadana, es enorme: nunca, ni en los peores momentos, han logrado doblegarnos.
Pero es también una tarea de todos. No soy tan ingenuo como para creer que los que vienen pescando en río revuelto vayan a cambiar de actitud y que, en lugar de exacerbar los problemas y azuzar a los inconformistas, se apunten a la tarea común de volver a buscar lo que nos une y apartar lo que nos separa. Mucho más si, como parece, es cierto que formamos parte de una estrategia más general de los que ven en el aumento de los problemas de España una oportunidad para socavar los cimientos de la Unión Europea. Tengo el suficiente grado de escepticismo como para saber que esta llamada desesperada en busca de una nueva reconciliación tropezará con múltiples dificultades.
No soy nadie, apenas solo una pluma y ni siquiera con influencia. Pero, si como escribió don Miguel de Cervantes, “la pluma es la lengua del alma”, pido a quienes corresponda con toda mi alma que emprendan el venturoso camino de una nueva reconciliación.
JOSÉ MANUEL OTERO LASTRES
Académico electo de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
Política José Manuel Otero Lastresel