En su columna del Diario El Mundo de hoy, Lucía Méndez, bajo el título “El trabajo y la vida de los perdedores” cuenta la historia imaginaria de Ricardo y Silvia dos parados que, por fin encuentran trabajo. Él con cincuenta años y un sueldo mensual de 700 euros y ella de 30 con un salario de 500.
Su enfoque de este imaginario acontecimiento es que Ricardo y Silvia “son estadística. Dos contratos incorporados por el Ministerio de Trabajo a la cifra de creación de empleo del último mes. Dos medallas que se cuelga el Gobierno. Dos españoles que ayudan a Rajoy a presumir de acabar con el paro ante la UE y el G-20”. Y más adelante los llama “perdedores de la globalización” y los incluye en la categoría de “pobres o de personas en riesgo de exclusión”.
Con todos los respetos que me merece esta profesional del periodismo, me parece un artículo sesgado y demagógico. Mi opinión se fundamenta en lo siguiente.
Es evidente que ambos podrían conseguir mejor empleo con mayor salario. Pero como los términos de la ficción los marcó ella, veamos para valorar lo que consiguieron Ricardo y Silvia qué otras opciones tenían en la historia que se inventó Lucía Méndez. En principio, solo dos: seguir en el paro o salir de él.
De seguir en el paro, Ricardo y Silvia seguirían soportando el drama personal de engrosar la cifra de los parados. La seguridad que existe, mientras se conservaba el trabajo, de percibir una remuneración fija al final de mes se convierte cuando se está en el paro, cuando menos, en una doble incertidumbre: si se va a conseguir o no un nuevo empleo y hasta cuándo podrá soportarse la nueva situación de no contar con ingresos mensuales.
A esta conmoción individual de cada nuevo parado hay que añadir la de todos los que están en su entorno. En primer lugar, la de los que dependían directa o indirectamente de sus ingresos. Y no solo por el indudable menoscabo de sus ingresos y la incertidumbre que rodea a su hipotética recuperación, sino también por el grado de contagio que puede provocar el sufrimiento personal del desempleado entre sus allegados. Desde que se entra en la indeseable condición de parado se sabe con certeza lo que se ha perdido: el trabajo y la remuneración; se adivinan las consecuencias económicas: aumento de las dificultades para poder satisfacer dignamente las necesidades vitales; y se desconoce por completo si se volverá a encontrar trabajo. De una situación de aparente normalidad se pasa así inevitablemente a otra de deterioro económico y personal que afecta al implicado y a los que conviven con él.
Menos en el sueldo, ciertamente escaso, Ricardo y Silvia, al encontrar trabajo no es que se convirtieran en estadística de empleo, es que dejaron de engrosar las cifras del con todas esas indeseables consecuencias.
¿Qué es mejor, por tanto, trabajar aunque sea ganando poco o seguir en el paro con el deterioro de la estima personal característica de la situación de desempleo? Yo no tengo la más mínima duda de que prefiero la primera opción. Y creo que Ricardo y Silvia también. Seguro que no les importa si ayudan a presumir a Rajoy ante la UE y el G-290. Y no me extrañaría nada que no les importase porque, aunque tuvieran algo contra la política de Rajoy como parece ser el caso de la articulista, eran más pobres y estaban en mayor riesgo de exclusión cuando engrosaban las cifras del paro.
Otros temas José Manuel Otero Lastresel