Si por minoría se entiende la «parte menor de los individuos que componen una nación, ciudad o cuerpo», la mayoría es el resto; o sea, la parte mayor. Aplicada a los seres humanos, esta división de todos en dos partes desiguales no es estática, ni está formada siempre por los mismos. Con esto se quiere decir que una misma persona puede pertenecer en determinado asunto a la minoría y en otro diferente a la mayoría. Y cuanto más general es el tema de que se trate, más difícil es clasificar a los individuos en estas dos partes. A pesar de ello, se suele admitir el empleo de las expresiones minoría y mayoría, a secas, para referirse a las dos partes en que nos dividimos en cuanto al modo de sentir sobre lo que conforma nuestra vida cotidiana.
Es un lugar común calificar a la minoría como activa y a la mayoría como silenciosa. Y a poco que uno observe la realidad con cierto detenimiento podrá comprobar cuánto hay de cierto en esta doble adjetivación. Lo cual se traduce en que los menos se hacen sentir en mayor medida que los que son más, dando con ello la impresión de que los menos son los portadores del sentir de la generalidad.
Este comportamiento paradójico no está exento de peligros cuando se pretenden mezclar y confundir dos planos diferentes: el de la movilización y el de la decisión. En efecto, no es difícil admitir que la minoría tiene mayor propensión que la mayoría a creer firmemente en una idea. Para que se me entienda bien, quiero dejar claro que me refiero simplemente a una idea, a lo que Stefan Zweig ha descrito como «la más inmaterial de las fuerzas que existen sobre la tierra», sin efectuar ningún juicio de valor sobre la misma. Por eso, en el plano de la movilización, la minoría, entusiasmada con la idea que la guía, es capaz de manifestar descaradamente su intención de contagiarla, y hasta de imponerla, a los que no la comparten.
La mayoría, en cambio, agradece que la vida discurra sin problemas, sin nuevas ideas que le obliguen a revisar el pensamiento generalmente aceptado: suele estar conforme con lo que constituye la opinión común del momento. Por ello, en el plano de la movilización se muestra en extremo perezosa. Se limita a contemplar, en muchas ocasiones con una exasperante pasividad, la actividad de la minoría.
Pero, si del plano de la movilización pasamos al de la decisión, las cosas son diferentes. Porque, en esta óptica, la mayoría o, lo que es lo mismo, el común sentir de la mayor parte de los individuos, ya no permanece inactiva. Cuando llega la hora de decidir, acaba por arrinconar su habitual pereza y se pronuncia. No se deja amilanar, al menos totalmente, por la minoría: es plenamente consciente de lo que quiere decidir y lo decide. Por ello, no parece acertado confundir la pasividad de la mayoría frente a la movilización de la minoría con un inexorable cambio de opinión de aquélla en cuanto al sentido de su voluntad.
Sin embargo, en los últimos tiempos, da la impresión de que la minoría no se ha limitado a movilizarse por sus causas, sino que ha aumentado hasta tal punto los decibelios de sus protestas que su causa se ha convertido en un grito ensordecedor. Y no hay que descartar que el ruido retumbante de los quejidos de la minoría haya llegado a transformar el contenido del lenguaje políticamente correcto. De tal suerte que el silencio habitual de la mayoría se haya convertido en la aceptación tácita de las proclamas lastimosas de la minoría.
Tal vez es pronto para saber si la minoría ha acabado o no por imponerse a la mayoría. Para saber si ha ocurrido esto, hay que esperar a que la mayoría decida en las próximas elecciones generales. En todo caso, mientras esto no ocurra la ansiedad de la minoría por saber si ha habido un cambio de opinión en la mayoría no es una razón para dejar de lado las reglas del juego.
Otros temas José Manuel Otero Lastresel