En más de una ocasión, le oí decir a un antiguo profesor universitario que la vanidad a cierta edad era pecado venial, pero que la soberbia era siempre pecado mortal. No es fácil trazar la frontera entre la vanidad y la soberbia, pero si tuviera que diferenciarlos diría que la primera no rebasa el ámbito de cada uno, mientras que la segunda, además de la mirada complaciente sobre uno mismo, implica también un juicio despectivo sobre los demás. Este es el significado de la segunda acepción de “soberbia” en el Diccionario de la RAE “satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias prendas con menosprecio de los demás”.
Aunque es mejor la humildad que cualquier otro sentimiento, la vanidad es disculpable porque supone simplemente un agrandamiento, a veces inmerecido, de uno mismo. Es verdad que, al agrandarse, el vanidoso se compara con los demás, pero los deja en su sitio. En la vanidad uno se sube a un pedestal que tal vez es más alto de lo que le corresponde, pero no rebaja a los demás.
En cambio, el soberbio no solo está encantado de haberse conocido, sino que menosprecia a los demás porque no han llegado a alcanzar su inigualable compendio de virtudes.
Si en la vida la soberbia es muy mala compañera de viaje, en política puede llevar a rozar el ridículo, sobre todo cuando el político en cuestión se ensoberbece por lo hecho en una época pasada, cuyas circunstancias fueron sensiblemente diferentes a las actuales.
Pero es que aun suponiendo que el ensoberbecido fuera mejor que su sucesor –cuestión ésta de dificilísima valoración por el aludido cambio de circunstancias- debería tener en cuenta la acertada frase de García Márquez, según el cual “un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse”.
Lo que no parece de recibo es que alguien que se tiene por un excelente político sea tan soberbio que no repare en que en la política no hay dogmas y que las cosas de hoy no son como las de antes. Y que, en lugar de callarse (un anónimo dice que “se necesitan dos años para prender a hablar y sesenta para aprender a callarse”), prefiera dar rienda suelta a su soberbia antes que colaborar calladamente con los suyos. Por eso, no dejo de lamentar que algunos no puedan darse de baja de la soberbia.
Otros temas José Manuel Otero Lastresel