Un domingo, durante el almuerzo semanal, un chaval de 4 años le pidió a su abuelo que le dijese al resto de los comensales que si alguien tenía algo que decir que levantara la mano. Formulada la pregunta, el pequeño levantó inmediatamente la suya y, ante su expectante familia, contó que esa mañana acababa de ir al supermercado con su padre.
Aunque de esta anécdota se pueden extraer otras conclusiones, yo me quedo con la siguiente. Utilizando, tal vez, el mismo modo de proceder que poder para hablar en clase, el chiquillo expresó libremente lo que pensaba, aunque fuera para comunicar al resto de su familia algo que para ellos resultaba insustancial.
Esta anécdota viene a cuento porque me parece que vivimos el momento más floreciente del derecho fundamental a la libertad de expresión, debido, fundamentalmente, a las dos razones siguientes.
La primera es que, eliminadas las trabas jurídicas del régimen anterior, la sociedad ha ido abandonando progresivamente las ancestrales reticencias a expresarse libremente. La segunda tiene que ver con los medios que las nuevas tecnologías han puesto al alcance del ciudadano para hacer partícipes a los demás de sus propios pensamientos. Hoy una buena parte de nosotros, subidos a los buques majestuosos de los medios digitales de comunicación y de las redes sociales, navegamos libremente por el espacio digital para hacernos oír en todos los foros en los que se va conformando la opinión pública.
Una cosa y la otra son, como puede deducirse fácilmente, consecuencias muy reconfortantes de la vigencia de nuestra Constitución. Y este esplendoroso desarrollo de la libertad de expresión, más allá que del derecho a la información, me lleva a calificar a la sociedad actual no tanto como la “sociedad de la información”, sino como la “sociedad de la opinión”.
En efecto, de todos es sabido que, en toda democracia, el pluralismo político es un valor fundamental y, al mismo tiempo, un requisito de funcionamiento del Estado democrático. Y se sabe también que para que haya pluralismo político es imprescindible que exista una opinión pública libre, la cual exige libertad de expresión en las ideas y los pensamientos, así como que no se produzcan interferencias o intromisiones por parte de las autoridades en el proceso de comunicación.
Pues bien, más allá de que en algún caso se puedan bordear los límites de la propia libertad de expresión, lo cierto es que hoy cada uno de nosotros se ha convertido en un comunicante de sus ideas y pensamientos, sin que el opinante tenga el más mínimo rubor sobre el valor intrínseco de sus opiniones. Afortunadamente, ha desparecido la cautela de otros tiempos a manifestar lo que pensamos, y las jóvenes generaciones han tenido tan claro desde el principio el valor mismo de expresarse libremente más allá del propio fundamento en el que puedan asentar sus opiniones.
Lo que quiero decir, en definitiva, es que utilicemos los numerosos cauces de que disponemos para expresar nuestras ideas y pensamientos porque el rigor y la fundamentaciones de las opiniones es algo que se adquiere con el ejercicio de la libertad de opinar. El contraste de pareceres es el que va decantando la opinión pública libre en la cual la verdad es como el aire: no se mide se respira.
Otros temas José Manuel Otero Lastresel