Seguramente bastantes de ustedes se habrán preguntado alguna vez qué es lo que, de verdad, mueve en mayor medida al hombre. Cuando en alguna ocasión suscité esta cuestión entre mis allegados y conocidos, las respuestas más frecuentes eran tres que coincidían en que empezaban por la letra “c”: corazón, codicia y curiosidad.
Tengo para mí que serán pocos de ustedes los que no crean en la fuerza del “amor” (el corazón) como impulso para muchas de las más arriesgadas aventuras del ser humano. Y me refiero al amor de todo tipo, desde el amor de pareja al familiar pasando por el cariño que se tiene a los animales y las cosas. Y es que, aunque con distintos grados de intensidad, no se puede negar que los “amores” llevan al hombre a poner en juego, incluso su propia vida, cuando se trata, por ejemplo, de defender o proteger a los “suyos” o “sus cosas” frente a los ataques de terceros.
Habrá también muchos de ustedes que atribuyan a la codicia la condición de motor esencial de la conducta humana. Y si en la codicia incluimos el ingrediente de los celos, entonces el peso de este factor en la determinación de nuestra proceder adquirirá proporciones muy relevantes.
El grupo más reducido de ustedes será probablemente el de quienes vean en la curiosidad el elemento propulsor por excelencia de las acciones del hombre. Y, sin embargo, si miramos detenidamente las cosas habría que asignar al deseo de saber o de averiguar algo la condición de impulso determinante de las acciones humanas. Y es que básicamente por curiosidad el hombre “investigó”, por curiosidad “viajó” para descubrir nuevos parajes, y por curiosidad “comerció”; es decir, adquirió las cosas de otros pueblos entregando a cambio las suyas, lo cual significa que en la propia actividad comercial de intercambio de bienes había, además de la imprescindible codicia, dosis relevantes de curiosidad.
Pues bien, es tanta la fuerza de la curiosidad que hasta me atrevo a afirmar que está también presente de alguna manera en las otras dos “c”, el amor y la codicia. Porque, por ejemplo, en el primer impulso que nos movió a acercarnos a la persona amada hubo cuando menos “gotas” de curiosidad: nos aproximamos a ella, además de por la posible atracción física que ejerció sobre nosotros, por el deseo de saber cómo era aquel ser humano. Y otro tanto puede decirse de la codicia. Es verdad que se desean desordenadamente muchas cosas por lo que precisamente conocemos de ellas, pero también lo es que la apetencia que tenemos de hacernos con otras que no tenemos reside precisamente en el deseo de averiguar cómo nos sentiremos cuando las poseemos.
Otros temas José Manuel Otero Lastresel