Todos, incluso los menos interesados, tenemos una ideología política, es decir, un conjunto de ideas sobre el modo en que deben gestionarse los asuntos públicos. El ideario de cada uno es como los aluviones de un río: son los sedimentos que ha ido depositando nuestro vivir en sociedad provenientes de una doble fuente: nuestro yo y la circunstancia que va determinando nuestra existencia.
Por lo general, la mayoría tenemos una ideología de brocha gorda: no perfilada con finos trazos, sino a grandes rasgos. Razón por la cual suele ser poco firme y no demasiado combativa. Me expresaré mejor: en las pocas cuestiones esenciales la idea suele ser clara y estar firmemente asentada, pero en las puramente accesorias los pensamientos son más difusos y cambiantes. Precisamente este “relativismo ideológico” de la generalidad de los gobernados es el que hace posible la alternancia en el poder y, en consecuencia, la convivencia democrática.
Cuando la lucha por la conquista del poder político se radicaliza, los políticos -protagonistas profesionales de la contienda- suelen extremar sus posiciones y trasladan, a través de la escenificación mediática de la actividad política actual, una visión unidimensional y muy esquemática de la vida pública. Se tiende entonces a un pensamiento extremado, radical, cerrado, y sin las imprescindibles ventanas abiertas para que entre el aire fresco del ideario ajeno.
Y es en esas circunstancias cuando algunas ideas políticas tienden a convertirse en creencias. Se forma una doctrina que hay que creer en bloque, sin posibles disidencias, y en ese campo de cultivo crecen más los obedientes que los críticos. El debate ideológico se empobrece notablemente, porque no hay pensamientos originales, ni confrontación de ideas, sino defensas cerriles de la doctrina oficial que se expande con las consignas o dogmas que proclaman los dirigentes.
El paso siguiente, cuando las creencias se extreman hasta el grado de la irracionalidad y el fanatismo, es tratar de imponer por la fuerza ese ideario extremo a todos los que no lo comparten. Se pasa así del ámbito interno del pensamiento al externo de la utilización de los medios físicos con el fin de vencer su resistencia y surge la violencia.
Pues bien, cuando se transita del mundo de las ideas al de los hechos físicos violentos, el hombre fanatizado hace uso de su parte más animal para imponerse sobre la libertad –que es la facultad más específica del ser humano- de los que no piensan como él.
En este estado de cosas, la regla de juego de las democracias más avanzadas es tolerar a las minorías fanatizadas el empleo de cierto grado de violencia. Pero pienso que no tanto como medio para lograr la imposición de las creencias radicales, cuanto en tanto que vía de escape ocasional de su ira exaltada.
Justamente por tener una manifestación ocasional, la violencia de los fanatizados no suele durar mucho. La normalidad acaba por imponerse, lo cual es consecuencia de que la vida política usual acaba siendo recuperada, haciendo que la ideología pacífica de la mayoría vuelva a su misión de actuar como dique de retención de la violencia de los fanáticos.
Otros temas José Manuel Otero Lastresel