Conocí al recientemente fallecido Alfonso Villagómez Rodil en Santiago de Compostela cuando en 1977 se incorporó como juez y yo estaba en plenas oposiciones a Cátedras. Conectamos enseguida, aunque por aquel entonces yo no me dedicaba al ejercicio de la abogacía. Pero era de esas personas con una forma de ser desbordante que rebasaba ampliamente los límites de su profesión. Estábamos entonces en plena transición y eran tiempos difíciles y revueltos. Más tarde, tras mi llegada a Madrid en 1986, volvimos a vernos en Madrid. Él acababa de incorporarse el año anterior como magistrado de la Audiencia Provincial y poco tiempo después pasó a la Sala Primera del Tribunal Supremo. Otros han conocido mucho mejor que yo su carrera profesional y ya la han glosado. Yo voy a recordar un aspecto de su faceta literaria, su condición de poeta. Digo esto porque en el año 2006 publicó una novela titulada “La rama partida del tejo” y dos años después su libro de poemas “Al ruido de las nueces”, que es a la que voy a referirme.
Alguna vez escribí que “amar las palabras es una pasión, que te amen ellas un privilegio”. Los poetas son de los pocos que suelen tener este privilegio ya que son los que llegan a ser escritores de sentimientos. Alfonso Villagómez era, por encima de todo, un escritor de sentimientos. En efecto, en su citada obra “El ruido de las nueces” puede apreciarse la brillante expresión de sentimientos de una persona que en el momento de publicarla ya había recorrido un tramo importante del camino en que se había ido traduciendo su andar machadiano y que hacía un balance de su vida, pero no con apuntes en el debe y el haber, sino con versos.
Como en toda obra poética el secreto que encierra cada poema pertenece exclusivamente al autor. A sus lectores, solo nos corresponde disfrutar con lo que nos sugieren. A mí, El ruido de las nueces me pareció la obra de una persona que al recordar sus vivencias pedía imperiosamente más respuestas de las que había obtenido de la propia vida. Y lo hacía insaciablemente, como todos los que miran la vida con ojos de poeta.
Por eso, le hace preguntas al agua y se queja porque no alcanza a comprender su lenguaje. O trata de descifrar el grito perdido de las piedras en las cumbres altas, donde aún no han sido heridas por la maza del hombre. O le pide al viento que hable, que vocee su lamento. O se pregunta «Cómo la vida tiene fin si carece de subasta existencial», o «por qué la vida tiene reloj de edad».
Pero Alfonso Villagómez Rodil aunque no encuentra las respuestas que busca su alma, no se da por vencido y, en su poema Pido, solicita «tener morrales de ilusión para descifrar el enigma que precipita cada amanecer». Es, en definitiva, una obra que acaba cogiendo de la mano al lector, y lo invita a revivir sentimentalmente su propio pasado, en silencio, en el de “la tarde decadente que conduce sueños a la deriva”. Nuestro admirado y añorado Alfonso ya mora en el Parnaso con los demás escritores de sentimientos amados por las palabras que se nos han ido yendo.
Otros temas José Manuel Otero Lastresel