Escribo este corto relato en homenaje a mi Galicia natal en el momento de mi regreso vacacional
Sé que a más de uno le hablaron del rincón del tiempo dilatado. Y me consta también que ninguno creyó que pudiera existir un lugar así. Bueno, más que un lugar, que alguien tuviera la facultad de hacer eso con el tiempo. Es lo que tiene volverse adulto. Nos convertimos en “santostomases”: solo creemos en lo que vemos o tocamos.
Lo que no sabían aquéllos a los que les revelaban el secreto es que el protagonista del prodigio era un niño. Alguien a quien no había dejado de abrazar la inocencia, que vivía en la edad de la ingenuidad, de la pureza de ánimo, de las ilusiones, porque su exposición al virus maligno que portaban los adultos no había sido todavía lo suficientemente intensa como para contagiarle la maldad.
El único que lo creyó fue un mendigo ciego que compensaba su pobreza material con una extraordinaria riqueza de espíritu. Y decidió acompañarlo. El rincón estaba en el noroeste, en el punto en el que se acaba la tierra. Caminaron juntos durante algunos días, aposentándose en las cuevas y pajares que encontraron. Se alimentaron de frutas, principalmente de higos porque estaba muy próximo el día de San Miguel. Y se aseaban en las playas o en los regatos que recorrían aquellos verdes prados.
Aunque el ciego no podía contemplar la enorme belleza de aquellos parajes, tuvo lo fortuna de que su pequeño lazarillo tenía tal elocuencia que era capaz de pintar los paisajes con palabras. Fue gracias a esta habilidad cómo pudo describirle el lugar donde se acostaba el sol para dormitar en su eterno duermevela.
Allí estaba el rincón del tiempo dilatado. Se sentaron en una roca y el pequeño, tomando las manos venosas del cansado mendigo, le miró a sus ojos opacos, que a pesar de ello eran el espejo de su alma, y empezó a decirle: la palabra dilatar dice mucho más de lo que aparenta. Se habla de “dilatar el ánimo o el corazón” para significar que se puede causar consuelo o desahogo en las aflicciones por medio de la esperanza.
Pues bien, en este maravilloso lugar también se ha conseguido dilatar el tiempo. La operación no es fácil y ni está al alcance de todos: hay que cerrar los ojos y sumergirse en el grado superior de la imaginación que es la fantasía, algo que pienso que no te será difícil dado que no puedes distraerte en la oscuridad en la que vives, y cuando sientas que te abraza un frío sobrecogedor toma con las puntas de los dos dedos pulgares el cielo azul que se abrirá en tu mente y estíralo todo lo que puedas hasta que sientas que no se puede tensar más. Después túmbate en la arena mirando para el cielo. Entonces verás que el tiempo se detiene como si en ese instante parara de girar el mundo. Permanecerá durante siete días en ese estado y sin sufrir variación alguna. Ese es el tiempo dilatado. No sé si lo será también para los demás, pero tú no tendrás duda alguna de que has alargado el tiempo.
Otros temas José Manuel Otero Lastresel