Había desarrollado una brillante carrera como arquitecto municipal y al llegar a los 65 años hubo de jubilarse. Su mujer e hijos le prepararon una gran fiesta para celebrar su ingreso en la orden de los caballeros vivientes en fin de semana perenne. Y le preguntaron qué quería como regalo de jubilación. Para sorpresa de sus allegados los dijo que un saxofón, que tenía ganas de aprender a tocarlo desde hacía muchos años.
Debidamente asesorada por el dependiente de la tienda de música, su mujer de toda la vida le compró un Saxofón alto. El empleado le comentó que estaba afinado en Mi bemol, y que era el modelo más popular y adecuado para los principiantes. Además, podía ser especialmente adecuado para su marido por tener una distancia entre llaves lo suficientemente amplia para facilitar la digitación. Lo cual era relevante en personas que, como su marido, según ella le había contado, tenían los dedos de las manos especialmente gruesos.
Durante los primeros días, el músico incipiente hizo sus primeras escalas en el cuarto de estar. Pero no tardó en ser desplazado hacia su despacho. Después de algunos meses de sufrimiento acústico, la familia acabó perdiendo la paciencia y lo envió directamente a la cocina, que era la estancia más alejada del salón.
Pero Luis, que había dado muestras durante toda su vida profesional de tener una voluntad de hierro, no se desanimó. Siguió, junto con su profesor, tecleando su saxofón monótonamente con la esperanza de que algún día no solo podría tocar alguna pieza ante su reticente familia, sino que incluso le rogarían que la ejecutara.
Durante su largo aprendizaje, el único que no se separó de su lado fue su perro Frodo, un hermoso ejemplar de bodeguero andaluz, que sentía un extraordinario afecto por su dueño. Frodo lo había ido acompañando en los sucesivos destierros familiares, incluso cuando la monotonía y deficiencia de propia de sus primeros acordes hacía del todo insoportable permanecer a su lado.
Lo único que se permitió entonces Frodo, aun sabiendo que podía desairar a su dueño, fue tumbarse en la cocina sobre su estera y esconder la cabeza bajo la manta con la que se abrigaba. Y es que confiaba que su dueño lo perdonara al ser plenamente consciente por su elevado nivel de preparación de que los perros tiene un sentido del oído mucho más desarrollado que los humanos.
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