La vida del ser humano es una fuerza que tiene una doble faz. Hay un ámbito interno en virtud del cual cada ser está siendo –o, si se prefiere- viviendo hasta que fenece; y otro externo a través del cual comunica a los demás seres vivos su existencia. Dicho con otras palabras: el ser humano, a la vez, vive y lo muestra.
Son numerosos los órganos del hombre a través de los cuales envías señales de vida, siendo el movimiento el signo primariamente revelador de la existencia. Lo que se mueve está vivo, podríamos decir.
Pero el cuerpo humano cuanta con otras partes más idóneas para comunicar la vida que alberga. La voz es tal vez la más significativa porque a través de ella articulamos el pensamiento. “Decir” es sin duda lo más característico del hombre y lo que más lo diferencia de los otros seres vivos. Pero no es la única manera de expresarse: los gestos o ademanes permiten también exteriorizar nuestros pensamientos y sentimientos.
Lo que ocurre es que esa característica tan específicamente humana como es la inteligencia le permite al hombre romper la concordancia entre lo pensado o sentido y lo manifestado, dando lugar a vicios tan frecuentes como la mentira o el fingimiento.
Hay, sin embargo, una parte del cuerpo, los ojos, que suele impedir esa discordancia. La mirada es el santuario de la sinceridad, por eso lo que expresamos a través de los ojos puede llegar a delatarnos cuando con otras partes del cuerpo manifestamos algo distinto de lo que sentimos o pensamos. Y es que la mirada rara vez engaña.
Por eso, si bien hay gestos que revelan nuestra personalidad, como la manera en que damos un apretón de manos (blando o robusto), no hay nada mejor para conocer a los demás que escudriñar su interior a través de sus ojos. Los que bajan la mirada o la tienen torva están anunciando que no son buenos acompañantes para caminar por la vida. La mirada limpia y sincera es como el aire se nota siempre: cuando está y cuando falta.
Otros temas José Manuel Otero Lastresel