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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

El izquierdoso desconcertado

José Manuel Otero Lastresel

Restituto García tenía ya 65 años, y desde su estancia en la Universidad en la década de los sesenta del siglo pasado venía militando en la izquierda. No le había ido mal. Es cierto que no había sido buen alumno, porque estudiaba poco. Pero el hecho de figurar en aquellos años como abajofirmante en todos los manifiestos contra algo; la circunstancia de ser un asiduo espectador de los cineclubes, donde solía perorar sobre la genialidad de la incomprensible película que se había proyectado; y la costumbre de leer un libro tomándose un café junto a las ventanas del Derby, le habían granjeado la fama de intelectual comprometido. Lo que en aquellos tiempos de la irrefrenable ansia de libertad de muchos jóvenes universitarios era realmente importante.

Las cosas mejoraron cuando llegó  la democracia, verdaderamente ansiada por él y otros muchos, acogida por los del montón con su habitual indiferencia, y rechazada, más oculta que públicamente, por los nostálgicos de lo que felizmente se acababa de superar. De suerte que, sin abandonar nunca las siglas, fue progresando en la política, pero suavizando paulatinamente las ideas más radicales de su juventud, so pretexto de la inevitable eficiencia en el manejo de lo ajeno, inherente a la actividad política.

Desde siempre le habían marcado su código de conducta: abrazar fanáticamente el credo progresista. Tenía que alinearse, con respecto a cada tema en la posición que señalase el medio de comunicación nacional que confería la graciable condición de ser progresista. Sabía que si era progresista sería considerado como persona inteligente.

Pero había algo más: tenía que evitar a toda costa decir o hacer algo por lo que pudiese ser calificado con el nefando apelativo de conservador. Un error de este tipo podía condenarlo para siempre al abismo de los apestados de derechas, gente obtusa por no admitir la indiscutible superioridad ideológica y moral del pensamiento de izquierdas.   

Sin embargo, desde hacía algunos años Restituto García estaba desconcertado. Los suyos habían estado tanto tiempo en el poder y ponían tanto empeño en volver a alcanzarlo a cualquier precio que se apuntaban a todo tipo de banderas, incluso a las más descoloridas. Le habían enseñado que progresar era avanzar hacia una sociedad cada vez mejor y más justa. Lo cual significaba, por ejemplo, en educación, apostar por la enseñanza de calidad y exigente, y en lo relativo a la estructura territorial del Estado, defender la unidad nacional y la integración en espacios políticos y económicos supranacionales. Sin embargo, ahora los mensajes de su partido eran que en educación lo progresista era rebajar los niveles todo lo posible, sin importar que España ocupara los últimos puestos del escalafón en los controles educativos de ámbito europeo, y en lo territorial alinearse con los fenómenos retrógrados de los nacionalismos periféricos.

Pensando en sus descendientes, Restituto buscó un manual que definiera el progresismo, pero, tras no encontrarlo, admitió resignado que no existía. Y pensó, casi sin atreverse, que en nuestros días lo progresista es gobernar mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, para conseguir o mantenerse en el poder. Recordaba vagamente de sus lecturas progresistas que en eso consistía la degeneración democrática conocida como demagogia, pero pronto desechó esa idea y prefirió pensar que se trataba simplemente de una modernización del mensaje político.

 

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