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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

Alabanzas en vida

José Manuel Otero Lastresel

Tal vez nunca mejor que hoy, día de difuntos, para reflexionar sobre algo que me lleva llamando la atención desde hace mucho tiempo. Me refiero a la incontinencia pública en la alabanza que nos entra una vez que ha muerto algún allegado o conocido en contraste con la parquedad que mostrábamos mientras vivía.

Todos sabemos, bien porque los conocemos, bien porque es de dominio común, que hay que quienes destacan entre nosotros porque reúnen cualidades y virtudes que los hacen sobresalir. Es verdad que suelen ser afortunados en el reparto aleatorio de dones que tiene lugar en el momento de nuestra concepción. Pero no destacan solamente por esa circunstancia, sino que suele haber algo más: son personas que con trabajo y tesón han aprovechado lo que recibieron. O dicho más llanamente: lo que son no les ha tocado en la lotería, sino que lo han ido consiguiendo a base de esfuerzo. Ante este tipo de personas, nuestras reacciones son bien diferentes.

Los hay que traducen los sentimientos que les suscitan los mejores en pura y simple admiración. Tales admiradores suelen ser las personas de espíritu más sano que reconocen paladinamente en los otros lo que ellos no poseen y que no se sienten disminuidos en absoluto por tal razón.

Hay, en cambio, quienes sintiendo prácticamente lo mismo que los anteriores son cicateros en la alabanza, tal vez porque desconocen que los elogios son inagotables y que ensalzar a otro no supone reconocerse inferior.

Finamente, no son pocos los que se niegan a conceder cualquier dádiva moral a sus semejantes porque son avaros hasta en lo que apenas cuesta como es ser dadivoso de palabra con quienes se lo merecen.

Pues bien, en lo que suelen coincidir los tres tipos inmediatamente descritos es en no reconocer en vida los méritos ajenos, salvo que vengan impuestos por una especie de “adulación laboral”; esto es, la que se debe practicar diariamente para apaciguar al jefe con las convenientes sobredosis de halagos, por lo general inmerecidos.

Lo malo de callar en vida las alabanzas merecidas es que tratamos públicamente a todos por igual. Y eso, además de dejar de ensalzar lo que es digno de ejemplo para la colectividad, impide que los triunfadores, más humildes cuanto más sabios, reciban mientras viven la debida recompensa del reconocimiento generalizado ajeno.

Hacedlo, como suele suceder, una vez que se han muerto vale de poco. Primero, porque se suele hablar bien de todos –de los que lo merecen y de los que no- después de fallecidos; y segundo, porque lo más probable es que en el nuevo estado en que se encuentran no puedan oír las alabanzas ajenas. Así que recompensemos a los que lo merecen haciéndoles saber en vida –eso sí, sin excedernos- que los admiramos y que reconocemos sus méritos y virtudes.

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