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El desierto de Iglesias

El desierto de Iglesias
Marisa Gallero el

 

En «El desierto de los Tártaros» (Gadir) Giovanni Drogo fue presa de improviso del sueño precisamente «aquella noche que comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo», que le llevaría a consumir una vida esperando la llegada de sus enemigos.

A modo de prefacio en «Una nueva Transición», Pablo Iglesias argumenta que «esperaban parapetados en sus palacios el asalto de los bárbaros», sin darse cuenta, al levantar la vista y mirar atrás, que ya habían entrado, empezando el cambio.

Su cálculo fue que «el cielo se toma por asalto», creyendo que había dejado tocado de muerte a su principal adversario.

En su guerra de trincheras ninguneó a Pedro Sánchez mostrándose magnánimo, como si ya lo hubiera derrotado, ofreciéndole la presidencia como una «sonrisa del destino», a cambio del control absoluto del Gobierno y de cinco ministerios.

Espero que el líder del PSOE se diera de bruces en la investidura, anhelando unos nuevos comicios desde el primer minuto que se puso en marcha el «reloj de la democracia».

El tiempo ha transcurrido igual con su inmóvil ritmo y ha mostrado que los análisis del politólogo encumbrado a secretario general no fueron ciertos: «Los bárbaros no existen. Los cambios, sí».

No ha sido sólo «el bajo perfil» de su campaña donde han predominado los corazones y las sonrisas envueltas en un catálogo de Ikea, ni el acuerdo de los botellines con Izquierda Unida, sino las múltiples caras de Iglesias.

Cuando fuera de contexto en el Congreso, como si fuera Amedo, recuerda que «Felipe González tiene el pasado manchado de cal viva» y luego en campaña certifica de que «Zapatero es el mejor presidente de la democracia».

Cuando reniega del comunismo como pecado de juventud, confirma que es socialdemócrata, y termina con el puño en alto al ritmo de los chilenos Quilapayún celebrando la dulce derrota.

Su última reflexión sobre los resultados del 26J ha sido en forma de monólogo en su programa Fort Apache, descartando «la hipótesis del fraude, impensable en un país como España», después de que las redes se llenarán de teorías de la conspiración.

¿De verdad se han podido creer de alguien que se presenta como vicepresidente de un Gobierno nada más hablar con Felipe VI, no denunciaría un pucherazo electoral si tuviera un solo indicio?

Con cero de autocrítica, su clave para entender la pérdida de más de 1,2 millones de votos de Unidos Podemos es «el miedo a lo nuevo», que llegan los bárbaros, esos que no existían.

Fernando Vallespín le pregunta que harían si al final quedan como tercera fuerza política, Iglesias no quiere pensar siquiera en esas circunstancias. «Yo creo que sería malo para nosotros ser una tercera fuerza muleta en minoría con los socialistas».

El desierto de Pablo Iglesias es idéntico al de Drogo, atrapado por la Fortaleza. Al principio reanuda la marcha sin preocupación, con la creencia de que «lo mejor está más adelante».

Hasta que llega el día, que vuelva la vista atrás, después de esperar que lleguen los Tártaros por la carretera del Norte, y descubre que hay que resignarse, porque «una verja ha quedado cerrada a nuestras espaldas y corta el camino de regreso».

Pablo Iglesias es consciente de que su sueño, la oportunidad histórica de voltear el tablero político español, se ha cerrado y ahora tendrá que encontrar otro camino.

 

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