¿Cómo sería que a la ciudad insólita y escondida, a aquella hermosa que apenas se descubre para los iniciados y los que saben las escalas sonoras del silencio, le naciera esa imagen de la Virgen como metáfora perfecta? Años hubo en que Una y otra, con las mayúsculas que las distinguen, vivieron entronizadas en andas de plata, y, con toda la majestad austera de su prestancia antigua, reinaron deslumbrando sin necesidad de alharacas, ceras rizadas ni octosílabos sonoros como tenores huecos.No llamaban a gritos, pero ofrecían deleites purísimos para quien se acercara a mirarlas. Ahora aguardan las dos al volver de una esquina, donde se presiente una plaza recoleta o al atravesar una puerta que de tan poca importancia como se da no parece guardar tanta grandeza. Como si el tiempo no se hubiera llevado a aquella vieja cofradía de blasones y estandartes, como si despuntase el alba del Viernes Santo, en una noche de Cuaresma la Virgen de la Soledad sale las calles de la Córdoba silente y austera que tan bien encarna desde los años en que seguía a Nuestro Padre Jesús Nazareno en la peana en que hoy se eleva su Hijo.
Cuánta belleza antigua y noble guarda en los ojos verdes, cuánto dolor recio y austero en el gesto afligido de esta Virgen a la que, como la ciudad en la que vive, no cabe imaginarle ni música ni palabra más alta que otra. Como Córdoba, vive la Soledad bajo una sombra gigante y perfecta que todo lo tapa y también como ella merece la pena descubrirse con el mirar pausado y la prisa esperando en los bancos de la plaza. Ni a la Mezquita-Catedral ni a la Nazarena se las puede terminar de conocer nunca, pero puede ser que un día, embriagados de arcos y naves, de palidez y ojos grises, alguien tome aire y encuentre a la Virgen de la Soledad en la Córdoba callada y perfecta de sus barrios viejos. Quizá piense cómo serían esta ciudad y esta imagen si alguien se hubiera atrevido a gritar su verdad a los cuatro vientos, pero al cabo de un rato comprenderá que Una y otra sólo se avienen con la intimidad y el susurro.