Por Antonio Varo
Y luego dicen que no creen en el poder conjurador de las palabras. En al ámbito político, basta que algún juez, actor, diputado o incluso concejal se autoconceda el adjetivo de «progresista», con todas sus letras y sin abreviaturas, para creerse que tiene una especie de aureola que lo protege de todo mal y le da carta blanca para hacer y decir lo que no podemos hacer ni decir quienes no recibimos, ay, el calificativo de marras, es decir, los que ellos llaman «fachas».
Algo parecido ocurre en todos los ámbitos y terrenos de la vida. Y en el nuestro, el de las cofradías, ni les cuento. He perdido ya la cuenta de las veces en que he visto y oído manosear el adjetivo «cofrade» en un afán de quien habla o escribe de aureolar las más curiosas actividades, tengan o no que ver con el fondo del asunto. El caso es que se habla con insolente frivolidad de «fotos cofrades», «ambiente cofrade», «música cofrade»… Y tal sobreabundancia de cosas «cofrades» me provoca escalofríos, sobre todo desde que, hace ya años, le oí decir a Luis Álvarez Duarte, a propósito del recordado Juan Delgado Alba, que éste era «un cofrade de verdad, no de esos que ahora se saben cuatro marchas y se creen cofrades».
Porque el tema es ése: no creo que una foto, por el mero hecho de representar nazarenos o pasos, sea necesariamente cofrade, como tampoco lo es una composición musical por mucho que suene en los conciertos cuaresmales, ni un lugar por el hecho de que en él se reúnan cofrades a hablar de cualquier cosa o incluso exponga en sus paredes, enmarcado en pan de oro, un kleenex que una vez usó Salvador Dorado cuando mandaba el palio de San Vicente.
Para mí, ser cofrade es algo mucho más hermoso, mucho más hondo. Y se manifiesta en cosas «sin importancia», como por ejemplo ir a los cultos de la hermandad de cada uno todos los días, incluso los laborables, aunque ni siquiera haya conciertos de marchas.