El 5 de mayo de 1995 fallecía Mijail Moiseyevich Botvinnik, tres veces campeón del mundo y padre del ajedrez soviético. Perdió el título dos veces y tuvo el coraje (y cierta ayuda del reglamento) de recuperarlo ante ajedrecistas en apariencia más brillantes. Como ingeniero, dedicó sus últimos años a desarrollar una máquina que jugara al ajedrez de forma intuitiva, camino casi opuesto al que se acabó imponiendo. Por su escuela pasaron otros tres campeones, Karpov, Kasparov y Kramnik, quien lo consideraba el primer profesional auténtico. Con Anatoly le falló el ojo clínico, sin embargo, porque le recomendó que se dedicara a otra cosa. Fue, por otro lado, una persona muy vinculada al poder, que acabó mal con algunos de sus compañeros.
Mijail Botvinnik aprendió a jugar relativamente tarde, con doce años, pero su cerebro metódico y su férreo sentido de la disciplina lo llevaron a lo más alto. Su primera aparición estelar se produjo cuando tenía 14. A una edad a la que Magnus Carlsen ya era gran maestro, se «conformó» (eran otros tiempos) con derrotar al mítico Capablanca en una sesión de simultáneas. A los veinte logró el primero de sus seis campeonatos de la URSS.
Su mayor virtud era su carácter competitivo. Fue el primer ajedrecista que se tomó en serio el entrenamiento. Incluso se preparaba a lo Hugo Sánchez, con ruido y con un sparring echándole humo a la cara (entonces se podía fumar en los torneos). Fue también un adelantado de la preparación integral, que incluía el ejercicio físico. Ni siquiera se permitía la perniciosa distracción de jugar partidas rápidas por diversión. «Una vez jugué una. Fue en un tren, en 1929», confesó en cierta ocasión, como un pecado de juventud.
La URSS vio en él un ciudadano modelo, perfecto estandarte de una actividad, el ajedrez, en la que el imperio demostraba una supremacía arrolladora. La Segunda Guerra Mundial le impidió retar a Alexander Alekhine, que murió con la corona puesta. La FIDE organizó entonces una liga a cinco vueltas entre los mejores, en 1948. Botvinnik terminó por delante de sus compatriotas Smyslov y Keres, el estadounidense Reshevsky y el holandés Max Euwe. Las malas lenguas sugieren, como poco, que el estonio Keres, recién «asimilado», no perdió cuatro partidas ante Botvinnik pos casualidad.
El campeón, como Karpov, supo demostrar sobre el tablero su superioridad en los años siguientes y mantuvo el título hasta 1963. En ese tiempo perfeccionó el arte del análisis hasta límites increíbles, sin la actual ayuda informática. «Nada es tan eficaz para mejorar en ajedrez como el análisis independiente de las partidas de los grandes jugadores y de las propias», explicó con sabiduría.
En 1951 defendió su corona ante un joven genio, David Bronstein, soviético de origen ucraniano. Cuando todo parecía perdido, el campeón empató y por tanto retuvo su condición gracias a un pequeño milagro que ni siquiera Bronstein quiso aclarar nunca. Las acusaciones de amaño fueron inevitables. Tres años después, volvió a empatar contra Smyslov. En 1957, sin embargo, este derrocó al patriarca con claridad. Lejos de venirse abajo, Botvinnik demostró que nadie preparaba una revancha como él. Un año le duró la alegría a Vasily.
La historia se repitió con Mijail Tal, otro genio irrepetible, que ganó en 1960 y fue doblegado en 1961. Tigran Petrosian tuvo la suerte de ganar cuando la FIDE había abolido el derecho a la revancha automática. Botvinnik, con 52 años, renunció a perseguir más el sueño de campeón eterno, aunque siguió jugando hasta 1970 y ni siquiera después dejó de trabajar, en busca de su robot. Un cáncer de páncreas puso fin a su vida en 1995. Aquí tampoco hubo revancha.
Puedes leer otro perfil más completo del maestro en este enlace. Su autor es el periodista argentino Carlos Ilardo.
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