«Si el ajedrez es ciencia, el mejor es Capablanca. Si el ajedrez es arte, el mejor es Alekhine». Savielly Tartakover, famoso por sus aforismos, zanjó así la eterna duda mientras ilustraba con brillantez las múltiples facetas de un juego casi infinito. No todos tenían tan clara la igualdad entre ambos genios. En el único enfrentamiento entre ambos con un Mundial en juego, celebrado hace justo 90 años, el resultado fue una sorpresa morrocotuda. Todos esperaban la victoria del vigente campeón, José Raúl Capablanca. Pero el invencible, tocado por los dioses, sucumbió en Buenos Aires cual Titanic insumergible ante Alexander Alekhine, el mejor jugador de ataque de todos los tiempos. El exceso de confianza que le proporcionó siempre al cubano su talento natural se estrelló contra la tenacidad extrema y a la gélida capacidad de cálculo del ruso. En casos así el resultado suele ser invariable, aunque en 1927 pareció un milagro.
La fotografía de arriba fue publicada por el diario argentino «La Nación». Alekhine (izquierda) y Capablanca aparecen con el árbitro del encuentro
El 11 de diciembre de 1927, con algo de retraso, la revista Blanco y Negro daba cuenta de la victoria del nuevo rey, con una simple fotografía que ilustraba este pie: «Alekhine, jugador ruso, que ha vencido al no menos famoso José Raúl Capablanca en el reciente torneo de ajedrez efectuado en Buenos Aires, quedando proclamado campeón mundial».
En las páginas de ABC, en una de sus crónicas desde Buenos Aires, José María Salaverría contaba el interés que suscitaba el campeonato el mundo, y el aspirante Alexander Alekhine, a quien este texto ni citaba:
«Que el campeón de ajedrez Capablanca dispute a un campeón polaco [sic] la gloria del triunfo es suceso que en Madrid me habría tenido sin cuidado; probablemente no me hubiera enterado de que los dos genios del ajedrez se disputaban la victoria. En Buenos Aires (como habrá ocurrido en Berlín, en Londres y en Nueva York) es imposible “hacerse el distraído”. Todos los diarios y revistas han salido llenos de informaciones sobre el caso; páginas enteras han venido alentando la curiosidad del público, y la noche en que se decidía el enconado combate de ajedrez, el radio estuvo por completo destinado a transmitir los accidentes de la partida. Mientras el radio transmitía los movimientos de las piezas en el tablero remoto, los fieles aficionados iban repitiendo las jugadas en el tablero que tenían a mano. Hasta la altas horas de la noche, sin respeto al sueño, anhelantes por saber si al fin Capablanca sería el vencedor…».
El «Mozart del ajedrez» fue campeón de Cuba a los trece años y pronto extendió su leyenda en Estados Unidos y Europa. En 1921 se proclamó campeón del mundo y varios jugadores quisieron retarlo, pero fueron varios empresarios argentinos los primeros que reunieron el dinero necesario para enfrentarlo a Alekhine, sin una el mejor candidato posible. El cubano nunca había perdido contra el ruso y Capablanca llegó al encuentro con un exceso de confianza exagerado incluso para él. El sistema de competición también jugaba a su favor, en teoría. Se proclamaría vencedor el primero en alcanzar seis victorias, una quimera contra Capablanca, que normalmente no perdía ni dos partidas en todo el año.
El aspirante, por el contrario, se preparó como nunca, aunque le costó 34 partidas culminar el objetivo. Fue el Mundial más largo de la historia, hasta que Karpov y Kasparov superaron el récord en los años ochenta. Capablanca perdió 6-3. Lo peor para él es que luego no pudo jugar nunca el encuentro de revancha, porque Alekhine lo rehuyó, en unos tiempos en los que las negociaciones eran particulares, sin una Federación Internacional que pusiera orden. (Esta frase debe ser leída con ironía, porque la FIDE no ha sido casi nunca el mejor ejemplo). El caso es que después de Buenos Aires, Capablanca y Alekhine no se vieron las caras durante nueve años y, pese a la mutua admiración anterior, el odio enraizó entre ambos.
El propio Alekhine acabó siendo víctima del exceso de confianza (mezclado e incluso agitado con el alcohol) y perdió el título contra el aparentemente inofensivo Max Euwe, en 1935. Aquello sorprendió hasta a su gato, que por supuesto se llamaba Ajedrez, pero Alexander dejó de beber y de fumar y recuperó la corona ante su verdugo en 1937. Murió con ella en la cabeza, en Estoril, en 1946, delante de un tablero de ajedrez. Se cree que fue asesinado, pero esa es otra historia, no menos apasionante.
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