Afirmar que Europa vive un momento definitorio de su historia es el sobrentendido del año.
Desde la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1950, los líderes europeos de cualquier generación, probablemente, no habían vivido momentos en los que se hubiera reflexionado con tanta intensidad y emoción sobre el sentido último del proyecto político que latía detrás de aquella primera organización supra europea como en los actuales.
No es difícil imaginarse que las dos primeras cumbres de jefes de estado y de gobierno de la Unión Europea (UE) celebradas a finales del pasado mes de junio, tras el resultado del referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la UE -una primera, con sus veintiocho países miembros actuales, y una segunda, al día siguiente, con sólo veintisiete países miembros, excluido el Reino Unido-, estuvieran cargadas de emoción, por un lado, y de incertidumbre, por otro, dada la importancia de los acontecimientos que se estaban viviendo.
Son tiempos en los que es necesario embridar la emoción y atinar con la estrategia sobre la que construir la UE de los próximos años.
Lo primero es, comprensiblemente, complejo dado que el resultado del referéndum en el Reino Unido -aunque, todavía, está por ver si se cumplirá en la práctica y, si se cumple, de qué forma- supondría la primera ocasión en la que una gran nación europea, como es el caso del Reino Unido, abandonara la UE.
Toda la campaña en el Reino Unido, especialmente, en lo que se refiere a los partidarios del abandono, estuvo cargada, por decirlo diplomáticamente, de emociones profundas.
Son tiempos, también, una vez que se ha conocido dicho resultado, cargados de tensión y de pasión en el resto de Europa, donde salen a relucir discusiones y debates sobre la historia y los valores de todos y cada uno de los miembros de la Unión.
Este es un territorio, sin duda, en el que revolver de forma muy prolija, durante demasiado tiempo, sólo puede despertar fantasmas del pasado.
Lo prioritario, sin embargo, si se consiguen domar los impulsos primarios, es acertar con la estrategia futura, pero, desgraciadamente, las primeras señales del progreso en este terreno no son muy esperanzadoras.
Siendo ciertos todos los errores cometidos en el Reino Unido durante los últimos meses -la propia convocatoria de este referéndum, los movimientos tácticos individuales, de unos y otros, para intentar hacer cumplir sus ambiciones personales aprovechando la oportunidad, la omisión flagrante de algunos líderes de sus responsabilidades y la demagogia cruda de otros-, no debe olvidarse el estado de opinión y de ánimo alterados existente y universalmente expandido en todo el mundo occidental, y no sólo, en el Reino Unido, de una ciudadanía harta, descreída, cínica y escéptica, que, además, está mejor informada y mejor conectada que nunca.
Pretender ver los retos que tiene la gobernanza de Europa por delante desde la torre de marfil de la superioridad regional –somos europeos, nada menos– o desde la superioridad intelectual de las minorías dirigentes actuales de la UE es un mal enfoque de partida. Y es de temer que Francia e Italia estén cayendo en la primera de estas tentaciones por ambición de un liderazgo futuro engrandecido -de forma infantilmente proporcional por razones obvias- dentro de la UE tras la posible salida del Reino Unido. Y, también, es de temer que Alemania esté ya cayendo en la segunda de estas tentaciones.
Preparar mega planes estratégicos desde el secretismo, la discreción y el aislamiento del entorno sin tomar en consideración el clima que se respira entre la ciudadanía -en la medida en que ésta, debería ser recordado, es el stakeholder crítico de la UE- y cuáles son las expectativas de sus dirigentes políticos, sería un error fundamental de aquellos países llamados a liderar dentro de la UE en el nuevo tiempo -y, muy especialmente, de Alemania- porque estas recetas ya han sido usadas en el pasado para momentos que no tienen nada que ver con los actuales.
Además, habría que recordarles a los líderes de la UE la ilusión de un empeño de esas características porque vivimos en la era de la híper-transparencia -Assange, Snowden, Falciani, Panama papers, etc.-, por un lado, y porque, por otro, los dirigentes de la UE han dado pruebas suficientemente generosas de cuán indiscretos pueden llegar a ser para intentar hacer virar las discusiones internas de sus instituciones en favor de sus propios intereses particulares.
Los ciudadanos de la UE no necesitan de una nueva narrativa oficial, ni de una brújula, ni de un sextante, ni de ningún otro artilugio de guía que haya sido preparado o construido en un laboratorio alejado de la realidad y de los retos del momento presente.
Los Países Bajos, las nuevas elecciones presidenciales austríacas, el Frente Nacional francés o las próximas elecciones federales alemanas de 2017, con el AfD al acecho, son riesgos presentes e inminentes que no deberían abordarse desde el secretismo, desde el manido recurso, o justificación, de las llamadas narrativas, desde el oportunismo de los calendarios y de los intereses nacionales egoístas o desde la condescendencia de pensar que los ciudadanos europeos no son los verdaderos protagonistas del proceso de construcción de la Unión sino, unos meros peones en un tablero de ajedrez.
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