“Reputación y generación de valor en el siglo XXI” (LIBRO) por Jorge Cachinero en libros.com
Las empresas, las instituciones financieras, las asociaciones, las fundaciones sin ánimo de lucro e, incluso, los organismos de las administraciones públicas, hoy en día, se afanan en la tarea de construir, de reforzar, de transmitir y de permear internamente, hacia sus empleados, sus llamadas culturas corporativas.
Aquéllas dedican un gran volumen de recursos a un empeño que se justifica en la creencia de que organizaciones con culturas corporativas distintivas y fuertemente arraigadas sabrán, en primer lugar, hacia dentro, alinear mejor a sus trabajadores y motivarlos en la consecución de los objetivos de negocio de las mismas y, en segundo lugar, destacar, hacia fuera, frente a sus competidores y ante el mercado, los perfiles diferenciadores de su promesa de valor y, con ello, reforzar su ventaja competitiva.
Muchas de esas organizaciones, las que creen contar con dicha cultura corporativa propia y diferente, relacionan directamente, por lo menos en su narrativa, su cultura organizacional con la estrategia empresarial de sus modelos de negocio.
Otras, en cambio, si llegan a reconocer internamente no contar con ella, aspiran a la creación de su propio modelo.
La literatura y los expertos sobre culturas corporativas coinciden en definir a éstas como un sumando de Creencias, de Valores y de Comportamientos, que cuenta con elementos visibles y elementos invisibles u ocultos, que, argumentan, en condiciones ideales, podrían ayudar a distinguir fácilmente a una organización de otra o a saber si un empleado está perfectamente integrado y actúa de acuerdo a lo que se espera de él dentro de una determinada organización.
Así, con el paso del tiempo, el rendimiento histórico y los resultados de las organizaciones -de sus individuos, de sus equipos o de la compañía, en su conjunto-, los valores, las creencias y los comportamientos de sus empleados, especialmente, de sus líderes y, finalmente, los mensajes, los sistemas y los símbolos de aquéllas estarían formando un compendio de arquetipos culturales y, en definitiva, de un constructo cultural propio, único, diferencial, inimitable e intransferible a otras organizaciones que no cuenten exactamente, en la misma cantidad y en la misma combinación, con todos estos elementos aquí enumerados.
Al final del argumento, parece residir la creencia de que debería existir una coherencia absoluta entre la construcción de las llamadas culturas corporativas y las estrategias de los modelos de negocio dado que se presupone el que el éxito en el diseño de las palancas de gestión que propicien las primeras -sistemas, estilos de liderazgo, comportamiento de los equipos, sentimiento de proyectos compartidos, comportamientos colectivos constructivos, resultados individuales y rendimiento de la organización- está directamente relacionado en la obtención de los resultados de las segundas.
Las razones en favor de las culturales corporativas podrían parecer, a primera vista, imbatibles, aunque, sin embargo, en una consideración adicional, no, tanto, dado que algunos fenómenos competitivos y sociales están alterando profundamente el modelo fordista y taylorista de la organización del trabajo de las compañías en el s. XXI, hasta el momento presente, y más que lo harán otros por venir en el futuro.
Para empezar, la velocidad acelerada y progresiva de los cambios del entorno operativo y de la disrupción innovadora de los modelos de negocios está haciendo imposible imaginar cuáles serán los perfiles de las organizaciones en la próxima década e, incluso, si seguirán existiendo en el mercado en el futuro.
Por otra parte, los millenials y la Generación Z tienen valores completamente distintos a los de los baby boomers.
Dado que el contrato social, nacido después del final de la II Guerra Mundial, que ofrecía empleo de por vida a sus abuelos y a sus padres a cambio de educación, trabajo duro y lealtad y honestidad, ha saltado por los aires, millenials y Generación Z están y estarán rotando de organización en organización -hasta una media de 15 a 20 empleadores distintos a lo largo de su vida laboral-, bien por precariedad o bien por la necesidad de buscar nuevas experiencias y nuevos aprendizajes, una vez que sientan que han alcanzado el techo de posibilidades en cada uno de sus empleos.
Además, la automatización progresiva de muchas tareas dentro de las organizaciones hará más fácil que éstas se realicen en tiempo y en calidad sin necesidad de alinear a los robots detrás de las culturas corporativas de sus dueños que, ya no, empleadores.
Por último, el concepto de las culturas corporativas destila un aroma profundo de condescendencia cuando, al final, suelen trasladarse a las organizaciones desde lo más alto de sus estructuras directivas.
Esas culturas corporativas suelen contar, además, con un estilo de escaso empoderamiento, que es extraño a esas generaciones que ya han irrumpido en el mercado y que no se conforman con ser sujeto pasivo de nada, que quieren participar en la creación de todo lo que les concierne y que atesoran un profundo espíritu crítico y un malestar hacia todo lo que les rodea y sólo muestran interés por lo concreto y por lo práctico.
Crear culturas corporativas es una ilusión, una quimera, con la que las organizaciones deberían reconciliarse urgentemente.
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