Pedro Sánchez afirmó hace unos días que España era una “democracia avanzada”. No es un invento suyo, es algo que se repite mucho. Una de esas expresiones que se usan sin que tengamos del todo claro lo que significa. Suena tranquilizadora y plena. Quiere decir que somos la leche, que somos tan demócratas como el que más. “Avanzada” aparece en la Constitución, en el preámbulo, como una aspiración, aunque la forma en la que se afirma ahora suena a realidad conseguida.
Es un adjetivo que parece mejorar la democracia, como cuando no basta con decir “marco” y hay que añadir “marco incomparable”. Pero ¿por qué lo avanzado es necesariamente bueno o mejor? En un mundo en el que las palabras Progreso y Cambio son auténticos fetiches, decir de algo que es avanzado parece que va en esa línea. Participa de ese prestigio incuestionado. Supone estar en la vanguardia de lo venidero, en lo último del progresismo. Es como tener el último modelo de democracia que haya sacado la Historia.
En determinados contextos, sin embargo, ir de avanzada no es demasiado bueno. En las expediciones, por ejemplo, cuando a alguien lo mandan de “avanzadilla” lo mandan a lo desconocido a jugarse el tipo. El que va de avanzadilla es carne de cañón.
Ser siempre avanzado, ser avanzado por principio, también tiene algo de cateto. ¿Puede ser una democracia en sí misma cateta?
A lo peor España (sobre todo si lo afirma Pedro Sánchez) es una democracia tan avanzada como avanzadilla.