El miércoles pasado, un mes antes que en años anteriores, abría sus puertas al público. Dos días después pasé por Denia para estrenar la temporada de un nuevo tres estrellas Michelin: QUIQUE DACOSTA. Una temporada que comienza con tanta fuerza como ilusión. Y, sobre todo, con muy buenas sensaciones en la mesa. Cocina sólida que se plasma en un larguísimo menú de altísimo nivel general, sobresaliente casi siempre, a través de medio centenar de pequeños bocados, que recuerda mucho a los de El Bulli en su planteamiento aunque con personalidad propia, con las señas de identidad que han caracterizado siempre a este cocinero afincado en Denia: investigación, creatividad, emoción, sorpresa, producto, sabor. Como diferencia con años anteriores, los platos son más entendibles, están más pegados al suelo. Y el menú, además, es mucho más ligero de lo que era habitual. Muchos toques exóticos que se alternan con los productos de la zona, en una cocina que es a la vez internacional y local. Todo se divide en seis actos para disfrutar al máximo, a la altura de lo que cabe esperar de un tres estrellas, y en el que juegan un papel fundamental Didier Fertilati, ese grandísimo director de sala, y José Antonio Navarrete al frente de la bodega. Dos magníficos profesionales que contribuyen a una experiencia global que está muy por encima de los 165 euros que cuesta el menú degustación (sin iva). Quique Dacosta ya juega, por méritos propios, en la máxima categoría de la gastronomía.
Como ocurría en El Bulli, la primera parte del menú, los snacks (foto superior), se sirven en el pabellón acristalado que hay en el jardín. Allí nos conducen nada más llegar. Todo blanco. Cómodos sofás donde disfrutar de los primeros bocados y de la primera copa de champán. Quique Dacosta nos ofrece una especie de carpeta que contiene un librito que refleja la filosofía de su cocina, un bloc de notas, un lápiz y un sobre con la carta, que en realidad son los dos menús degustación que se ofrecen como única posibilidad: el “Universo local”, que recoge casi todos los clásicos de la casa, con su año de creación, y que cuesta 135 euros, y el de temporada (165 euros), que aún no tiene nombre. Ambos comparten todo el primer acto, los snacks, para luego tomar caminos diferentes. Una vez elegida la opción, empieza el festival con un original gin tonic de manzana que lleva al lado una rosa natural cuyos pétalos interiores son láminas de manzana con aceite de rosas. Primero de los muchos trampantojos que contiene el menú, especialmente en su parte inicial. Aperitivos que se toman con la mano o con la ayuda de unas simples pinzas. Por ejemplo el plato de hojas, frescas unas, secas otras, solas o con algún ingrediente encima: de castaña, de maíz, de manzana, en escabeche… En el centro, a modo de raíces del árbol, unas cortezas de boletus. Una piedra negra rodeada de otras piedras igual de negras, resulta ser una crema de parmesano con trufa. Las otras son auténticas. Siguen la cañaílla, que lleva el caldo de su cocción en la concha; el raim del pastor, una planta del Montgó conocida también como uña de gato que sirven encurtida… y terminamos con lo mejor de toda esta primera parte: una emulsión de ostra servida en su propia cáscara y que se come mojando en ella un alga dulce a modo de pan chino. Espectacular.
El segundo acto son las tapas. Ya en el comedor, en el que se han eliminado los manteles de las mesas (cuestión discutible) y se ampliado el espacio entre unas y otras. La mayoría siguen siendo para comer con la mano. Para no cansarles con todas, les menciono las más destacadas. Empezando por la primera, María (foto superior), que ya pudimos probar en aquella cena de ceviches que Dacosta dio hace unos meses junto a Gastón Acurio en el Astrid y Gastón madrileño. Se trata de un bloody mary sólido que estalla en la boca, con unos tallos de apio al lado. Notable también el “pesto” un saquito de pasta brick relleno de un pesto muy suave. Auténtica delicadeza el “turrón de almendros”, unas flores de almendro con una ligera crema de turrón licuado encima. Un bocado que desgraciadamente no durará mucho, sólo lo que lo hagan las flores en cuestión. Entre lo destacado, también la empanadilla de sepia, en frío, una especie de tartar con tobiko, wasabi y lima. Intensidad de sabor en el ceviche de erizos (foto inferior, con el tarthai de navajas al fondo). Tiene un potente caldo de cilantro. Potencia que tiene continuidad en la “bomba ibérica”, un buñuelo de carne recubierto, a modo de ravioli, con una fina lámina de manita de cerdo. De todas estas tapas, algunas de las cuales estaban en años anteriores, la más floja es la cococha pig pig, otro trampantojo ya que en realidad se trata de jamón al pilpil, excesivamente contundente, demasiada grasa en un menú tan largo.
Antes del tercer acto, Didier nos ofrece la posibilidad de probar otro que estuvo el año pasado y que ha quedado relegado al menú clásico: la mesa de salazones. Los corta y los emplata ante nuestra mesa. Hay bonito, pulpo seco y mújol, caseros los dos primeros. Se acompañan con cebolletas frescas encurtidas e higo liofilizado en una bolsita. Del tercer acto, tres sobresalientes: la imprescindible y magnífica gamba roja hervida, santo y seña de Dacosta, envuelta como para un regalo (foto inferior), que lleva al lado un “té” (consomé) de gambas y acelgas; la anguila, con sabores ahumados que recuerdan mucho a un plato de Marcos Morán; y el arroz de bacalao, que llega oculto con un velo y que va cambiando de matices y de sabor, desde un potente ahumado al principio hasta un refrescante toque cítrico en la última parte. Lo más flojo, la ostra con caviar cítrico y granizado de caipirinha, perdida la ostra entre tantos sabores intensos, muy diferente de la del aperitivo.
El cuarto acto, en un proceso muy similar, de nuevo, al de El Bulli, está dedicado a la caza. Se rompe con lo anterior y se apuesta por el clasicismo. El protagonista es un pichón que se sirve en varios y atractivos servicios. El hígado por un lado; la pechuga, en su punto, con germinados (demasiado amargos); el consomé en una copa; y un arroz (foto inferior) de la misma pieza con emulsión de remolacha, puré de hierbas y migas de avellanas. Muy bien el juego en su conjunto, que se remata, para aligerar y cambiar sabores, con un chutney de mango servido en forma de flores.
En los postres, la escarcha de yogur y naranjas sanguinas es un plato con gran técnica detrás, pero le falta la intensidad de sabor de otros elementos del menú. Lo subsanan el pastisset de boniato y el buñuelo de calabaza, que rinden homenaje a la pastelería tradicional valenciana y están muy buenos. Por último, dos nuevos juegos: una falsa rama de canela rellena de chocolate, y una ciruela pasa cuyo hueso se puede comer. El sexto acto vuelve a tener como escenario el pabellón del jardín. Allí se sirven el café y las copas, acompañados por “La caja mágica” (¿les suena?) con diversos macarrons y chocolates, y un árbol de cuyas ramas penden otros bocados dulces.
Los menús se pueden acompañar con vinos seleccionados por Navarrete con un coste añadido de 65 euros en el tradicional y 85 en el degustación. De acuerdo con el propio Navarrete, elegimos como vino base para el menú un champán. En este caso un Jacques Selosse Initial. Un capricho. Al fin y al cabo estrenamos un tres estrellas. Y luego, en algunos platos concretos, nos sirve copas de otros vinos: manzanilla pasada de La Bota 40; riesling Uhlen 2004; borgoña Dugat Py 2007; un tinto de la tierra, Quincha Corral 2006; un dulce también de la tierra, Casta Diva; y para el chocolate final un oporto Nieport 2000. En la terraza, con los cafés, una copita de armañac Dartigalongue 1962. Al fin y al cabo estábamos a pocos minutos, paseando, del hotel.
Este menú abre temporada e incorpora novedades junto a platos del año pasado. Como no pude probarlos entonces para mí han sido una novedad. Si ya los tomaron sepan que en marzo el menú ya será completamente nuevo, y que irá cambiándose bastante a lo largo de la temporada. Sea como sea, el listón está muy alto. Y el disfrute, garantizado.
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Productos Gourmet Carlos Maribonael