Decir que Madrid se ha convertido en la capital de las cocinas foráneas en España no es ninguna novedad. El nivel de restaurantes internacionales ha subido muchos enteros hasta situarse, en algunos casos, a la altura de las grandes ciudades europeas. Faltan aún algunas cocinas, pero en estos momentos los madrileños disfrutan de los mejores peruanos de Europa (Astrid y Gastón, Tampu, La Gorda, Virú). También de un mexicano excepcional como es Punto MX. Y de asiáticos generalistas como Sudestada o el recién inaugurado Chifa, donde se dan la mano Perú y Asia. Pero sin restar un ápice de méritos a todos ellos, donde la capital alcanza un mayor nivel es en la oferta japonesa. No en la japonesa pura, aunque restaurantes como Soy o incluso Miyama Castellana tienen poco que envidiar en autenticidad a cualquiera, tal vez con la única excepción del Koy Shunka de Barcelona, pero sí en esa fusión entre las técnicas niponas y los productos y el recetario locales que ya se dio en Perú hace algunos años bajo el nombre de cocina nikkei. Ahí están, por ejemplo, sitios como 99 Sushi Bar. Pero por encima de todos hay en Madrid dos restaurantes que pueden competir perfectamente con los de cualquier ciudad de Europa o de Estados Unidos: KABUKI WELLINGTON y NIKKEI 225. El primero consolidado ya desde hace años, con su estrella Michelin a cuestas; más reciente el segundo, aunque con una proyección verdaderamente espectacular y al que bien le podría caer una estrella en el reparto de este año. Japo-castizo Kabuki, japo-peruano Nikkei. Pura fusión en ambos casos. Curiosamente los dos tienen un origen común ya que Luis Arévalo, el chef de Nikkei, fue discípulo de Ricardo Sanz, alma máter de Kabuki. Es curioso que un madrileño como Ricardo, que no pisó Japón hasta hace muy poco tiempo, haya creado una escuela de excelentes sushiman y creado platos de inspiración japonesa copiados hasta la saciedad en los restaurantes nipones de Madrid y del resto de España. Sin ánimo de comparar uno y otro, ya que sus estilos son diferentes y en realidad se complementan entre sí, aprovecho mis recientes visitas a estas dos casas para dedicarles este post.
Comencemos por el más veterano, ese Kabuki Wellington en el que Ricardo Sanz se sigue mostrando en plena forma, manejando con imaginación y maestría un producto verdaderamente excepcional. Lo mejor es sentarse en la barra, justo al fondo, donde oficia el maestro. Y verle trabajar, y dejarse llevar por sus recomendaciones del día, y probar cuantas más cosas mejor. Por diversos motivos que los veteranos blogueros conocen, llevaba un cierto tiempo sin pasar por allí. Pero el regreso me ha servido para constatar que todo sigue igual. Me quedo con los sashimis, que es donde más brilla ese producto magnífico. En el de la cotizada cigala real, simplemente calentada a 40 grados en aguardiente de arroz y regada con salsa ponzu; en el magnífico de besugo y amanita cesárea (foto inferior), una combinación de pescado y seta cruda, laminados ambos, que resulta excelente; en el de un toro o ventresca de atún que se funde en la boca; en el de salmonete que se contrasta con un crujiente de su propia piel; en el intensísimo san pedro con papitas negras y un impresionante mojo hecho con su propio hígado; en la revisión del lenguado meuniere, crudo el pescado, en láminas, con una salsa con todo el sabor de una meuniere tradicional; en un ya clásico sashimi de sardinas con migas manchegas, recubierto el pescado con una fina lámina de lardo y acompañado todo con botarga, de nuevo sabores intensos; o en un chicharro con peculiar wasabi de montaña.
Y si los sashimis brillan con luz propia en esa ingeniosa combinación de sabores y productos españoles con la técnica japonesa, no se quedan atrás los niguiris. El de grasa de ventresca frita como si fuera un tradicional torrezno; el de verduras japonesas (espinacas y berenjena); el maravilloso de gamba roja de Garrucha, cruda la cola sobre el arroz, caliente la cabeza con toda su sustancia; el de espardeñas… Pero aún hay más. Espectaculares visualmente, y también de sabor, los minirodaballos en tempura (foto inferior). Le llegan directamente a Ricardo de una conocida piscifactoría gallega y son crías con la misma forma del pescado adulto. Una curiosidad que además está muy buena y que seguramente veremos pronto en otros sitios. O las ostras fine de claire y gillardeau con caviar de limón, esa peculiar fruta asiática que contiene unas bolitas muy cítricas. O el erizo crudo sobre unos fideos finos con ralladura de naranja y wasabi.
También platos calientes. Un cocido “madrileño” sin cerdo, con distintos cortes del atún, garbanzos y nabo, que en cierta medida recuerda a los callos marinos de Ángel León en Aponiente; o el potaje de vigilia con el calamar crudo, el único plato que me decepcionó por completo en tan largo menú. Nada que ver con los contundentes huevos rotos Kabuki, una cazuela con huevo, papas canarias, tuétano y tartar de atún. Intensos pero muy buenos. Igualmente de cuchara la sopa de calabaza japonesa (en tempura) y coles en un caldo de verduras y soja. Y para cerrar, una excelente carne roja en tataki. Buey de 13 años con tres meses de maduración en cámara, muy sabroso. Los postres me interesan menos, aunque allí siguen esos churros con chocolate del primer día y otras elaboraciones de Oriol Balaguer como el cremoso de yuzu con helado de chocolate blanco.
Aunque la carta de vinos es completísima, están apostando en los últimos tiempos por los sakes. No llegan aún al nivel de los de Miyama Castellana, pero se puede acompañar el menú con algunos muy interesantes, bien seleccionados por el sumiller japonés de la casa. Optamos por esta posibilidad y pudimos probar a lo largo de la cena algunos como el Dassai 23, el Masumi Kippuku o el Okunomatsu Koshu 96. Previamente, con los aperitivos, una copa de manzanilla pasada de La Bota nº 15, que no falla nunca. Mi mujer, en lugar del sake prefirió beber diversas cervezas de entre las más de quince que tienen en carta. Menú a 70 euros, aunque puede variar en función de lo que se coma. Enorme el nivel de este Kabuki, un imprescindible en Madrid.
Y enorme también la trayectoria ascendente de Luis Arévalo en Nikkei 225. Libre de ataduras, el cocinero peruano ha desarrollado una línea propia muy importante, apostando por esa cocina de fusión japo-peruana que da nombre al restaurante pero con guiños españoles. Igual que ocurrió con Ricardo Sanz, nos pusimos en manos del chef y disfrutamos de un auténtico festival. Ostras con aliño de ajíes; raviolis de ají de gallina y ajoblanco; ensalada de mejillones y gajos de cítricos (el único fallo del menú, demasiado agresiva la fruta fresca, especialmente el pomelo, muy por encima de los moluscos, que solo aportaban textura); ceviche caliente (un caldo de dashi muy cítrico que se vierte sobre trozos de calamar, vieira y pescado blanco); langostinos rebozados con salsa huacatai; pata de cangrejo real con ají panca… Y por encima de todos, el plato más redondo que ha logrado Arévalo desde que está en esta casa y que yo he votado como plato del año: el chupe de gamba roja (foto inferior). Podría comerlo todos los días y no me cansaría nunca. Espectacular.
El peruano trabaja muy bien los niguiris: de pez mantequilla con anticucho y entraña; de asado de tira de wagyu con puré de patata; guncan de tartar de vieiras; o de anchoas con aguacate (el mejor de todos). Para mí son prescindibles los postres, aunque hay que reconocer que no resultan nada empalagosos. Probamos el de frutos rojos con esféricos de mango y crema de fresas; la manzana ácida con higos y helado de cominos, y una decepcionante deconstrucción del pisco sour, con granizado de pisco, helado de limón, crema y bizcocho de maracuyá. Como en el caso de Kabuki, mejor quedarse con los sabores salados.
Lai Rueda, director de sala y sumiller, controla todo con eficacia. Ahora ha incorporado una opción que por 35 euros permite beber cuatro copas de otros tantos champanes para acompañar el menú. A nosotros, como detalle de la casa, nos añadió dos más, pero la oferta es muy atractiva. Por nuestras copas pasaron Chartogne Taillet, Fleury Rosé, Michel Gonet, Marie Courtain blanc de blancs, Diebolt Valois 1999, y Fleury 1995. Sumado a los 75 euros que cuesta el menú, un homenaje por 110 euros por cabeza. Otro imprescindible en Madrid.
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Productos Gourmet Carlos Maribonael