Decepción. No hay otra palabra para definir una cena anoche en LA HOSTELLERIE DE PLAISANCE, en Saint Emilion, uno de los dos únicos dos estrellas Michelin que hay en Burdeos y sus alrededores y, a priori, en el que tenía puestas mayores esperanzas en el viaje que realizo estos días por esta zona de Francia. El restaurante está en el pequeño y lujoso hotel del mismo nombre, perteneciente a Relais&Chateaux, situado en la parte más alta de este pueblo medieval, con preciosas vistas desde su terraza y sus habitaciones. Al frente de la cocina, Phillipe Etchebest, un chef bordelés muy cotizado en Francia, que se formó en el restaurante familiar, Le Chipiron, en el mismo Burdeos. Cuenta con dos estrellas Michelin, lo que, vista mi experiencia de ayer, reabre el debate sobre la facilidad de la guía roja para repartir sus macarrones por Francia y su cicatería con España. Hace escasas semanas he defendido en el blog a esa guía frente a los absurdos ataques de un lobby más atento a sus propios intereses que a los de la gastronomía española que dice apoyar. Pero eso no quita para que critique con firmeza la racanería de los inspectores españoles que lleva a situaciones como esta. La Hostellerie de Plaisance es un gran restaurante en cuanto a instalaciones, cuidado en los detalles o equipo de sala, pero su cocina está por debajo de la de cualquier dos estrellas español, e incluso de varios de los que tienen sólo una. Etchebest tiene una excelente técnica, pero a sus platos les falta emoción, carecen de interés. En general resultan antiguos. Y digo antiguos no para definir una cocina clásica de alta escuela, ojalá fuera así, sino para unas elaboraciones que pretenden sorprender, aportar cosas nuevas, y que sin embargo son un “deja vu” un tanto rancio. No estoy diciendo que comiera mal, ni mucho menos, pero no a la altura de un restaurante con cierto nombre, biestrellado y en el que la factura final está cerca de los 300 euros por cabeza sin excesivas alegrías en el vino. No es, desde luego, un sitio al que esté deseando volver.
Como les decía, el hotel y su emplazamiento son un lujo. Lo mismo que el comedor, bastante clásico en su decoración, acogedor, amplio, con mesas bien espaciadas. El aperitivo de la cena (sólo abre por las noches), o el café, se pueden tomar en la preciosa terraza del hotel. De lujo también el numeroso y profesional equipo de sala, amable en líneas generales (una mención para la camarera formada en Barcelona que hablaba un perfecto español), eficaz y muy pendiente siempre de todo. Y enorme cuidado en los detalles: mantelerías, vajillas, cuberterías, cristalería, buen pan, mejor mantequilla, carro de quesos, carro de infusiones con las plantas enteras, carro de “mignardises” muy divertido, e incluso un “regalito” dulce al final para los comensales (un financier muy rico para llevarse a casa). La carta de vinos ofrece un completísimo recorrido por los vinos de Saint Emilion y zonas vecinas, pero, como ocurre habitualmente en Francia, con precios disparados. Nos quejamos en España, pero es habitual aquí multiplicar por tres el precio de las botellas. Sin ir más lejos, elegimos, de acuerdo con el sumiller, un Saint Emilion grand cru classé del Chateau Franc Mayne de 2004. Da la casualidad de que estamos alojados en el precioso relais que esta bodega tiene abierto al público, con apenas diez habitaciones, y del que les hablaré en un posterior post. Pues bien, a los huéspedes del hotel, nos ofrecen para beber aquí botellas de distintas añadas de su vino. La del 2004, a 40 euros. Ya sé que es precio de bodega, pero en La Hostellerie me la cobraron a ¡¡¡130 euros!!! Más del triple. Tampoco es barata la opción de vinos por copas para acompañar el menú, a la que renuncié porque por lo general se paga mucho por vinos que no lo valen. Eran 85 euros por cinco copas diferentes, o 95 si se incluía otra para el postre, supongo que un Sauternes.
En cuanto a la comida, hay tres opciones: la carta y dos menús por 105 y 150 euros que sólo se diferencian en el número de platos. El más largo con tres entradas, pescado, carne, quesos a elegir del carro y dos postres. Así que optamos por este último. Previamente, mientras veíamos la carta y nos tomábamos unas copas de champán Laurent Perrier (bien cobradas, a 20 euros cada una), nos ofrecieron la posibilidad de un aperitivo “marino especial del chef” que nos advirtieron costaba 21 euros por cabeza. Lo pedimos más por curiosidad que por otra cosa, más teniendo en cuenta que luego nos íbamos a ir al menú largo. Se lo muestro en la foto superior (siento la calidad de las imágenes, pero estábamos en una mesa con escasísima iluminación): un llamativo gancho del que pendían tres ampollas de cristal, cada una con un contenido diferente, e incomodísimas para comer. Crema de erizos con caviar, crema de cangrejo con huevas de salmón y ostra con picadillo de frutas exóticas. Lo mejor la ostra, pese a que no soy muy partidario de mezclarlas con otras cosas. Las cremas, completamente planas de sabor.
Así que tras esta “experiencia” comenzamos con el menú. Primero, sardina marinada con gelatina de tomate y espuma de pomelo. Un plato fresco y agradable pero con los sabores muy reducidos. Luego, un mar y montaña: ostra con terrina de manitas de cerdo. La terrina, estupenda. La ostra, que era de mucha calidad, recubierta con una lámina de tocino y vinagreta de chalotas. Demasiado historiada.
No hace mucho me pidió El Comidista para su blog dos platos de los que se abusa en los restaurantes. Y uno de los que cité fue el huevo a baja temperatura. Y allí estaba, como tercera entrada del menú, recubierto de espárragos verdes, crumbles, picadillo de jamón y espuma de parmesano. Tengo que decir que no resultó nada mal, uno de los mejores platos del menú. Al lado, una tostada al estilo del pan tumaca, con tomate, ajo y jamón ibérico Cinco Jotas, como nos anunció la camarera: “de Jabugo”.
Como pescado, lo que se anunciaba en carta como “camarón salvaje” con verduras, vinagreta picante y caldo de gambas. No conseguimos que nadie nos tradujera lo que era el camarón, las denominaciones del marisco son complejas en Francia, pero sospecho que se trataba de uno de esos langostinos jumbo, al menos lo parecía por tamaño, aspecto y textura. Muy basto. Todo lo contrario que el delicado y sabroso caldo de gambas. La carne era filete de pato (en la foto superior), tan habitual por aquí. Estaba muy bueno y en su punto, pero no ayudaban nada unos rollitos de pepino con mango y jengibre, imponiéndose este último en exceso.
Tiempo para el carro de quesos, toda una tentación. Especialmente ricos, de los que probamos, uno de cabra de Borgoña, otro de cabra de Córcega, el mimolet, el munster y un excelente roquefort. Y a continuación los postres, con un par de copitas de sauternes Doisy Vendrines 2007 cobradas también con alegría a 16 euros cada una. Primero, una versión moderna de la tarta selva negra (foto superior, tan negra como la selva): una bola roja hecha de azúcar y cerezas, híper dulce, que recordaba (sólo recordaba) los tomates de Dani García, que, al romperla no sin esfuerzo dado su grosor, contenía dentro la citada tarta. Luego un bizcocho de lima, muy plano de sabor, con frambuesas y una gelatina de champán rosé. Correctos ambos, pero poco más.
A la hora de pedir el café (que luego resulta ser de Nespresso) llega el carro de infusiones, muy espectacular, con las plantas enteras para ir cortando las hojas, y un amplísimo surtido de tés. Y cuando ya está servido, un nuevo carro, el de las mignardises (foto inferior), con piruletas y otras chucherías muy coloridas, además de dos especialidades locales, los canelés, unos bizcochitos borrachos muy agradables, y los macarrons. Saint Emilion está lleno, además de tiendas de vinos, una cada paso, de pastelerías donde venden estos dulces.
Al final, con una factura próxima a los 600 euros para dos personas (cierto que incluido el champán, el aperitivo “marino” o las copas de sauternes) se levanta uno de la mesa con la sensación de que ha comido bien, pero no muy bien. Que recuerda los detalles, pero apenas ningún plato (manos mal que uno toma notas). ¿Desilusión es la palabra? Mañana nos espera el otro dos estrellas de la zona, LE SAINT JAMES. Ayer mismo me enteré por un bodeguero local de que Michel Portos lo ha dejado este verano. Me temo lo peor, pero hay que probarlo. Espero equivocarme. Ya les contaré.
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