Cenaba el lunes en Santceloni (ya sé que pensarán que voy mucho, pero es el mejor restaurante de Madrid… y también como mucho, bastante más, en sitios malos o regulares) y pensaba en que si hay un establecimiento que merezca tres estrellas Michelin es este. Además vino Santi Santamaría a darnos un menú especial. Se trataba de la presentación, en petit comité, de la nueva pluma Mont Blanc dedicada al centenario del Quijote (preciosa pluma, por cierto) y entre Santi y el cocinero del Santceloni, Óscar Velasco, prepararon un menú especialmente relacionado con el Quijote y La Mancha. Como decía Santi, este no es nuestro estilo ni son nuestras raíces, pero un buen cocinero es el que es capaz de enfrentarse con éxito a todo. Les cuento: conejo en escabeche (delicadísimo); salpicón de ternera con asadillo de pimientos; milhojas de duelos y quebrantos (con sesos); sopa de ajo (antológica versión); codornices estofadas con lentejas (ya nos advirtió Santi que las lentejas eran francesas, pero el plato estaba excelente); bacalao encebollado al azafrán (el único fallo, un exceso de azafrán que mataba el resto de sabores); gazpacho de paloma torcaz (perfecta versión del gazpachuelo manchego); degustación de quesos manchegos (ya saben que Santceloni tiene un carro de quesos para hacerle un monumento) y bizcocho borracho de miel. Bebimos el chardonnay 2004 de Finca ëlez (Manuel Manzaneque); el raro por escaso Finca Sandoval Cuvée TNS 2002, que hace Víctor de la Serna (presente en la cena) en Manchuela; un rioja Amancio 2001; y un Pingus 2001 (Ribera del Duero). Todo, como siempre, con un servicio impecable. No les cuento más que supongo que están muertos de envidia.
Y de la noche al día. O al revés. De Santceloni, espectacular, a ese bluf que se llama Lágrimas Negras al que volví a darle una oportunidad (creo que la última, no les canso más) el martes al mediodía. Sigo sin encontrar ni una sola de las virtudes que otros cuentan de este restaurante que se está poniendo peligrosamente de moda: aperitivo de huevo benedictine (reseco); canelón de atún con tartar de lubina y caviar iraní (el caviar, un lujo para encarecer el plato, que de concepto está bien pero tenía tanta cebolla cruda y agresiva que ya nos anestesió el paladar para el resto de la comida); consomé de rabo de toro con trufa (la trufa, también para encarecer era insípida e inodora, el consomé no sabía a nada, y el concepto del plato, de hace treinta años); suprema de mero en caldo corto de verduras (perfecto, todo hay que decirlo, el punto del pescado, pero el caldo de verduras…); pularda de bresse, setas y foie asado (dos platos en uno: el foie fresco, perfecto; la pularda, sosita de sabor, no combinaba nada, recubierta de un puré de guisantes). Y de postre, unos crepes, correctos. Lo dicho, dos restaurantes, dos estilos… el día y la noche.
Y como me he alargado mucho, dejo para mañana el anunciado comentario sobre Dani García, el cocinero marbellí.
Otros temas Carlos Maribonael