La verdad es que en el reparto aleatorio de estrellas de la guía Michelin parece increíble que CALIMA, el restaurante de Dani García en el hotel Don Pepe de Marbella, se haya quedado sin ninguna. Las comparaciones son odiosas, pero cuando uno ve la lista de estrellados encuentra muchísimos sitios que no tienen ni la décima parte de méritos para lucirla. Ya el año pasado incluí a Calima en la lista de los 25 mejores de España. Mi cena de anoche me confirma que sigue entre los más grandes.
De entrada, dos elementos importantes: la preciosa y acogedora terraza colgada sobre el paseo marítimo, con el mar al lado; y un servicio profesional inhabitual en Marbella en agosto. Dani cuida mucho no sobrepasar los cincuenta cubiertos por cena y eso hace que todo funcione bien (a pesar de algunas mesas impresentables, como una de ingleses que teníamos cerca, varios de los cuales cenaron con whisky y que volvieron locos con sus caprichosas peticiones a la maitre y a la cocina).
Hay dos menús, el largo a 94 euros y uno más corto a 78. Somos ocho y optamos por el primero, en el que trece de los catorce platos son novedades de este año o variantes mejoradas de años anteriores. Sólo se repite un clásico que lleva siete años en la carta de Dani: el foie y queso de cabra de Ronda con manzana verde caramelizada. Como siempre, la mayoría de los platos con raíces malagueñas y andaluzas. Con sabores potentes, pronunciados. Y con muchos juegos y guiños al comensal. Y siempre con grades dosis de creatividad porque el marbellí es uno de los cocineros más creativos de España.
Empezamos con el lingote de oro líquido con migas de pan de aceitunas y caviar de Riofrío, divertido juego con el aceite de oliva con un sabor excesivamente potente que mitiga el excelente caviar granadino. Sigue la nueva versión de la urta a la roteña, uno de los platos de la noche, versión de un sashimi, con el pescado crudo pero en un sabroso caldo frío, con perlas de wasabi y trocitos de manzana verde. Magnífico.
Fuera de menú, Dani nos incluye las quisquillas de Motril: las cabezas a la plancha y el cuerpo crudo marinado en cítricos. Delicadeza y potencia del sabor marino en un solo plato. El ‘puchero de mi madre’, templado, con hierbabuena, es otra delicia. Sabores de la memoria. Se acompaña con una croqueta de pringá, al estilo de la de compango de Casa Gerardo, pero más flojita. Sigue un plato de gazpacho verde con el jugo y la carne de una centolla al Jerez, otro acierto, aunque el fondo resulta muy potente.
Luego, el primero de los ‘paisajes andaluces’, un juego visual que Dani está desarrollando en varios platos. En un recipiente transparente se simula una cueva marina, el fondo del mar, en una ensalada de patata violeta, algas, berberechos y almejas. Bonita idea que falla por culpa de la patata, demasiado pastosa, que anula al resto.
Otro plato bien andaluz es el ajoblanco malagueño, en una especie de crema sobre la que se extiende una capa de caramelo de pimientos asados. Explosión de sabores que divierte al principio pero acaba cansando por servirse en cantidad excesiva, a pesar de que lo suaviza mucho un granizado de lichis.
A partir de ahí, los pescados (no hay carnes en el menú): primero unas láminas de mero que se sirven crudas y sobre las que el camarero vierte aceite hirviendo a 180 grados. Muy bueno, aunque todavía no está redondo porque el aceite debería dorar más el pescado (al menos esa es la idea de Dani). La galete (papada) de atún de almadraba guisada en un caldo suave ahumado con un toque de cerezas es magnífica; lo mismo que el calamar de pota picado y servido en su jugo con yema de huevo y soja. No falta el lenguado frito, que ahora sirve de otra manera: en un plato, con la piel frita (deliciosa) a un lado y con el emblanco (caldo) con amontillado.
Cierra la moraga, en tres partes: primero la sangría nitro de fresas y mango que se prepara a la vista del cliente con su ritual del nitrógeno; luego unos lomos de lubina al espeto; y para cerrar, en fuentes de arena con sus brasas humeantes, trocitos de ventrescas de lubina, atún y jurel. Juego visual (también pertenece a los platos de paisajes) pero también juego gustativo, porque está buenísima.
Sigue el juego en los dos postres. El primero se llama las cenizas de la moraga (paisaje desolado). Con carbón de caramelo (del que se usa en Reyes) se simula la ceniza, que recubre un yogur de queso de cabra. El segundo recrea las piedras caprichosas del Torcal de Antequera. Piedras a base de chocolate, naranja y vodka. Los postres siguen siendo lo más flojo de Dani, aunque el esfuerzo por mejorarlos es evidente. Y al menos son divertidos.
Para beber, Laurent Perrier Grand Siecle en el aperitivo; un riesling austriaco de Nikolaihof (espléndido); un blanco mallorquín Sa Vall 2005 de Gelabert al que le costó abrirse; y por hacer honor a la tierra un Taberner 2005 syrah, de Huerta de Albalá, en Arcos de la Frontera, potencia en su máxima expresión (excesiva). Con los postres, un moscatel 30 años de Competa, de la bodega López Hermanos.
Magnífica cena en su conjunto, que rematamos charlando un largo rato con Dani, encantador como siempre y lleno de proyectos.
Otros temas Carlos Maribonael