No solemos recordar nuestros sueños o por lo menos yo no suelo recordarlos. A veces algunas imágenes inconexas, o algunos impactos, pero nunca en la continuidad de las secuencias ni en su significación metafórica o literal. No fue el caso de la pesadilla que tuve la noche del sábado.
Hace unas semanas he descubierto este apasionante juguete al que llamamos patinete eléctrico. Algunos dirán que no es un juguete pero lo es, y lo es principalmente, y por eso tiene tanto éxito. Funciona como medio de transporte urbano, su utilidad es también relevante, pero es tan divertido que a los que no hemos perdido aún el niño se nos vuelve irresistible. El viento en la cara, el silencio, la velocidad. Las canciones en los airPods, la felicidad. Como si esquiaras sobre el asfalto, como si de repente la ciudad tuviera una piel de mar y pudieras surfearla. Y es muy fácil usarlo: hasta que yo que soy el hombre más torpe de España puedo hacerlo y con una cierta gracia. A la niña le encanta que la lleve -siempre con su casco- y ahí empieza mi pesadilla del sábado.
No hay nada que me guste más que escribir y jugar con mi hija. A veces pienso que es lo mismo, como el amor y la libertad. Dios también lo piensa, y así creó el mundo. En mi pesadilla le regalo a la niña un patinete y cuando sale a estrenarlo un coche la atropella. Puedo ver lo que está a punto de ocurrir, puedo anticiparlo, pero aunque intento salvarla no llego a tiempo. Me desperté justo al verla tendida en el arcén. Lo primero fue el alivio de darme cuenta que había estado soñando y lo segundo, un gran sentimiento de culpa. Vivir desde el niño es promover la felicidad -da nuces pueris- pero también caminar sobre el alambre de la tensión permanente, porque si el adulto que también soy se olvida en el momento justo de comparecer, los excesos del niño pueden tener consecuencias terribles, como la de mi pesadilla. Mi mujer me lo recuerda a menudo, como un oscuro presagio, y aunque hago ver que no le hago caso cae su advertencia al fondo de mi conciencia y ante cualquier pequeño desajuste se me activa la culpa, y a la sombra de cada exceso el niño nota la mirada severa, el dedo que lo acusa, el luto por adelantado; como si no fuera bienvenido, como si ya todo esto no fuera suyo, como si no se diera cuenta, el niño anacrónico y estúpido, de que el mundo ha cambiado y ya no queda espacio para sus juegos, para su exaltación, para su alegría.
Luego pasa el estupor, el desasosiego, la intemperie del príncipe destronado, de vuelta a su palacio. Y puedo volverme a sentir sin abismo tu padre, capaz de ser tu primera y última línea de defensa, y volvemos a montar en el patinete, y a divertirnos, y a sentirnos inmortales; y te abrazo si tienes miedo, y te consuelo si lloras, y para cada una de tus angustias tengo una palabra y una escapatoria. pero ben al fons el cos recorda, y el niño íntimo continúa abrumado en su escarmiento, y el adulto de guardia tiembla más que tú, llora más que tú, y está más extraviado, y usa las pocas fuerzas que que le quedan para que no puedas notarlo.
Otros temas Salvador Sostresel