Empecé el día escribiendo un artículo larguísimo en distintas fases de desánimo y que al cabo de tres horas me di cuenta sin que nadie tuviera que decírmelo que no iba a tener ningún recorrido. Justo al levantarse, mi hija vino a abrazarme pero no la vi y sin quererlo me dio un susto y en lugar de disfrutar del suave momento -y no me quedan tantos- reaccioné enfadándome, como un idiota.
A las diez había quedado en llamar a Jorge Vestrynge para entrevistarle pero tratando de sobrevivir en la absurda batalla contra mi artículo me olvidé completamente de la cita y hasta la hora del almuerzo no caí en lo que había hecho, o mejor dicho, en lo que no había hecho. Comí demasiado, llevado por el entusiasmo que me produce siempre este cocinero. De regreso a casa, en lugar de dar un paseo para caminar ni que sólo fuera una hora, y compensar el exceso, tomé el primer patinete que encontré, de modo que a parte de la muy agradable sensación de conducirlo, el viento en la cara y ese punto de velocidad que me siempre me devuelve a los parques de atracciones, no hice nada por mi cuerpo, y lo noté aún más pesado toda la tarde.
Aunque esto lo descubrí más tarde, ayer era el cumpleñaos de mi madre y se me pasó llamarla. Tarde ya de madrugada vi dos llamadas suyas de las cinco de la tarde que tampoco había contestado.
Sobre las seis tuve una por otra parte muy agradable conversación con el director adjunto del periódico, Agustín Pery, pero me mandó que no volviera a eliminar el sumario de mi artículo en Opinión. El “sumario” es un destacado que va debajo del título para que el lector sepa de qué va, y que yo siempre he odiado, primero porque me roba espacio para escribir de verdad y luego porque los buenos artículos necesitan buenos lectores y no carteles de anuncios. Otra derrota, y aunque parezca una tontería, ésta es de las que me importan.
Luego intenté escribir un artículo para la sección de Política pero cada tema me parecía menos importante que el anterior. Pensé en los días que hace que no escribo un artículo en la sección de Política y todos ellos me cayeron encima, uno a uno, como tiestos en la cabeza. También pensé que escribo poco en Opinión, sólo un día a la semana. Y cuando en la conversación anterior Pery me dijo que Ignacio Camacho es el articulista más leído de la sección, me hundió aún más, porque aunque respeto y quiero mucho a Ignacio, me irrita cualquier competición que no lidere yo y más si no puedo competir en igualdad de condiciones.
Sin demasiada hambre para cenar, abrí la nevera y vi que había unos espaguetis con tomate que a mediodía le había pedido a mi hija por Glovo, de mi restaurante preferido de pasta. Abrí el paquete, tomé un tenedor, probé unos pocos y noté que llevaban menos salsa que de costumbre, y más sosa, que la pasta era más burda, y recordé que no era la primera vez que lo notaba; y si no había dado ningún paseo durante la mañana y había almorzado en exceso, sólo me faltaba atiborrarme de pasta a las once y media de la noche, y además de una pasta que no me gustaba demasiado. Por mi pésimo humor, por mi pobre voluntad en este terreno, y porque como dice la doctora Torrejón, seguramente soy “un yonki de la comida”, llegué por fin a la primera conclusión acertada, productiva del día, que fue verter los espaguetis, que prácticamente llenaban el considerable recipiente, al váter, y tirar de la cadena. Sin autonegarme el mérito en mi contención, y hasta en mi determinación, que lo mejor de mi día fuera tirar unos espaguetis al váter porque si no, a pesar de no gustarme ya mucho, me los habría comido igualmente, no daba para acostarse enloquecido por la euforia.
Poca inspiración, torpeza, el mundo entero te parece una conspiración y eres sólo decadencia y no te quedan fuerzas ni para cumplir con la más elemental rutina. ¡Con lo que llegaste a ser!, y ahora eres incapaz hasta de responder el mensaje ni siquiera importante de un amigo.
No tengo muchos días como éste, pero tengo algunos. El desánimo y la frustración a mí nunca me dieron resentimiento, sino remordimiento, y todas mis culpas pasadas me regresan a la conciencia y me siento como si mis fracasos presentes fueran el pago de multas atrasadas. Luego pasa algo, que tampoco tiene por qué ser muy importante, que me devuelve el ritmo. Nunca he podido controlar el mecanismo de cómo volver al ritmo. Nunca he sabido ver venir los días torcidos ni cómo protegerme de ellos. Pero estoy contento porque ayer aprendí algo que fue literal y a la vez metafórico, y es que cuando las cosas están mal, y empeorando, es mejor tirar de la cadena del váter que acabar convertido en el retrete de mí mismo.
Otros temas Salvador Sostresel