Hoy he visto subir por Mayor Sarriá a la madre de la chica que por vez primera me besó. Después en el insti pasó por la tropa pero pero fue mi primer amor.
He visto a tu madre. La llevaba en silla de ruedas una peruana. Me he alegrado. Con su expresión tan siniestra como la recordaba, deformada por los años. Me ha parecido que no lo está pasando bien y no es que me haya puesto a dar saltos pero he sonreído al ver que también el mal se retuerce y se apaga, y que está vez sí, Dios hi ha fet més que nosaltres.
Yo nunca he conocido a una mujer tan mala como tu madre, tan amargada, tan desagradable, que llevara la bajeza tan escrita en su cara. Llegaba a tu casa con muchas ganas de verte pero si estaba ella se me pasaban y lo recuerdo muy bien porque fue lo único que en 1989 pudo rebajar mi propensión a la polución, mi deseo. Quizá, en cierto modo, tendría que agradecérselo, porque aunque fuera desde el asco y desde la tristeza, los momentos que compartí con ella fueron los únicos en que no dependí tanto de mi cuerpo. Recuerdo que, pasados los años, y ya con otras chicas, pensaba en tu madre para durar más y parecer un mejor amante.
Yo era un chico de 13 años, sin saber qué hacer de todo lo que en mí iba cambiando. Yo era un pobre imbécil con más ganas de escribir que temas, con más fuerza que idea, con más fulgor que talento para proyectarlo; y es verdad que si me gustabas era porque te gustaba, y que esa gran savia vital que me subía por todas partes me superaba, me rebosaba y casi nunca la pude controlar.
Pero nada justificaba lo de tu madre, su cara que toda la luz se tragaba, su mirada de es odio muy de pueblo que las familias arrastran desde hace décadas y los que lo causaron ya murieron y es imposible de reparar. Yo habría podido respetar, incluso en aquella edad, que tu madre hubiera querido protegerte de mí, pero no es lo que quería y era sólo el mapa de la infelicidad, el espejo roto de todo lo que hay de deprimente en este mundo, los dones despreciados de la Creación; el más severo reproche a la vida al que jamás he asistido, la muerte como si Dios no existiera o fuera triste el más allá.
Me he alegrado de verla retorcida y postrada porque la vida finalmente le ha devuelto lo que ella le hizo. Por todas los momentos en que me hizo sentir sucio, inmundo, una bestia; por todas las veces que te llamé y me sentí insultado, por todos los fines de semana que vine a buscarte y tuve que marcharme de vacío, sin haberte podido ni ver, por todas las tardes que saliendo del colegio te acompañaba a casa y nos la encontrábamos por este mismo Sarriá porque había salido a pasear, a comprar, o simplemente a esparcir su mezquina fealdad.
No sé si fuimos felices, no sé cómo has de recordarme ni tengo una idea clara de cómo fui en aquella edad. A veces me vuelven algunos falshes y prefiero no recordar. Idear se me da mejor y quedan más redondos los artículos. Con el tiempo he aprendido a entender, y hasta a venerar, a muchos maestros que cuando trataron de educarme no los comprendí y me enfrenté a ellos con la misma violencia de siempre.
Pero tu madre nunca trató de enseñarnos nada, ni a ti ni a mí. Y es su herencia, y su legado, la baja autoestima que muchos años más tarde te provocó la depresión y la otra enfermedad. Entiendo que todo se lo perdones, y que no la odies, porque es tu madre y no tienes realmente mucho más donde agarrarte. Pero si has acabado con tu delgadez extrema, coqueteando con la muerte, y sin familia, y prefiriendo vivir con perros, es por cómo ella te atrapó en su telaraña perniciosa y truculenta.
Me alegro de haberla visto deformada y sola, con el tercer mundo arrastrándola y de que aún no se haya muerto. Me alegro de que el dolor se tome con ella su tiempo y de que Dios le haga redimir en la Tierra toda su maldad a cuestas, porque ni el Infierno merece ser manchado por una presencia tan funesta.
Otros temas Salvador Sostresel