El sacerdote degollado en Francia es la triste prueba de que vienen a por nosotros. Ni a por nuestro dinero, ni a por nuestras joyas. Ni siquiera por cuestiones geopolíticas, poco importantes para ellos.
Vienen a por lo más profundo de nosotros, que es Dios, que es el amor, que es la libertad. Somos los de la Cruz y estamos acostumbrados a resistir, y a veces ni la música puede sustituir a las lágrimas.
Hay muchas cosas que nos diferencian de nuestros adversarios, pero sólo una les irrita hasta convertirles en nuestros enemigos, sólo una les causa la rabia visceral de querer matarnos: y es la ternura, y es la compasión, y es el perdón que el sacerdote degollado tuvo hasta para quienes le asesinaron.
Vienen a por nosotros porque se sienten inferiores ante lo más inocente de nuestras vidas y de nuestra esperanza. Si algún día nos olvidáramos de la Cruz, una legión de asesinos se encargarían de recordárnosla. Hace más de dos mil años que matamos a su Hijo, más de dos mil años que nos perdonó, y más de dos mil años que cada día que una parte del mundo, que a veces somos nosotros, le decepciona comportándose como bárbaros.
Dios sangró por este último sacerdote asesinado tal como sangró por el gran dolor de su Hijo resucitado. Tengamos piedad incluso aunque no tengamos fe, porque el demonio ha encontrado las llaves de la Tierra, y sólo con razón no podremos soportarlo.
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