El martes quise probar cómo era escribir un artículo sin ninguna piedad. Ni la sombra de la más mínima compasión. Se me ocurrió al ver subir por Mayor de Sarriá a la madre de una antigua novia, un poco borde, sí, pero ni mucho menos el monstruo que retraté en mi artículo. No sé por qué la elegí a ella, ni sé por qué se me ocurrió probar cómo sería un artículo sobre la falta de piedad. Sé que me puse a escribir como cualquier otro artículo, tratando de explicar con claridad el argumento y el tema. Lo que se cuenta y lo que subyace. El texto no me planteó ni más ni menos problemas que cualquier otro texto. Su problema moral no fue un problema literario y no tuve que enfrentarme a él una vez el posicionamiento estuvo tomado. He de decir además que mi idea de belleza, o del bien, la expreso mucho más a través de la escritura, y de que un artículo sea un buen artículo, que eligiendo ideas bellas o bondadosas. Por eso me han gustado siempre los himnos y las canciones de la propaganda comunista. Y por eso -también- no he tenido jamás el menor problema en darles la vuelta hasta que con su bella forma dijeran de fondo lo que yo quisiera.
Con los artículos de amor me sucede algo parecido pero no exactamente lo mismo. No responden a una idea pensada y que yo quiera explicar de la paternidad o de la familia y son simplemente mi forma de vivirlo. Voy descubriendo cómo me siento -y en realidad cómo soy- mientras los escribo. Luego, como escribo muy bien y soy bastante inteligente -aunque en verdad no tanto- teorizo lo que me sale y le doy forma, pero el proceso es éste y no el contrario. Por decirlo de un modo menos inexacto, no podría escribirlos de ninguna otra manera.
Se pueden escribir artículos morales desde la indiferencia moral -a la hora de escribirlos. La moralidad es una cuestión previa. Pero luego, cuando empiezas a escribir sólo importa la literatura. Y los derechos de la literatura -Oscar Wilde lo dice- son los derechos de la inteligencia. También para Lorca los gitanos eran “sólo” un tema.
Sólo una vez publicado el artículo, el debate sobre la piedad, o más bien sobre su ausencia, volvió a interesarme como tema. A mí el artículo me gusta mucho, porque consigue exactamente lo que pretendía, y es terriblemente cruel, y extrañamente elegante. También es verdad que, si no hubiera tenido la ocurrencia de someterme a aquel ejercicio, no lo habría escrito desde esa posición moral, que si alguna vez fue la mía, hoy desde luego ya no lo es.
Lo que más me gustó constatar -y digo “gustó” y no “sorprendió”, porque, you know, no es el caso- fue la reacción de algunos lectores puestos ante esta falta de piedad. Me recordaron a aquel pie de foto de El País: “Antifascistas pateando a un policía”. Mire usted, pues no. Antifascista y patear es oxímoron, como antifascista y Podemos -o Íñigo Errejón. La mayoría -no todos- de los reproches que me encontré a mi artículo sin piedad eran personales y sin ningún tipo de piedad. Cuando antes les hablaba de que no me pueden gustar más las canciones y los lemas de la propaganda comunista, aunque yo no lo sea, lo que quería decirles es que no soy un sectario, y que aún puedo distinguir la calidad del prejuicio.
La mayor parte de los reproches a mi artículo eran en cambio sectarios, de fanáticos de la piedad que se convertían en los hooligans más despiadados. Cada causa tiene a sus gángsters, a su gente sin alma, a sus desesperados solitarios mucho más ansiosos porque Dios les vea cuando van a Misa que por verle a Él. La más noble causa, la más hermosa y encomiable, tiene a su club de tarados enganchado a ella por tener al fin alguna justificación vital, pero sin ninguna humanidad para encarnarla. Los hooligans de la piedad, y hasta los hooligans de Sostres, son a veces más peligrosos que cualquier adversario.
La piedad no es un bando. La compasión no es una opinión. Hay un ángel que nos sobrevuela, fragilísimo y desgarrado, que es el borde donde se mecen la ternura y los cuerpos insensatos, que son los únicos que nos interesan. No nos explican nuestras afinidades sino cómo reaccionamos a la discrepancia, a la desavenencia, al desamor. Dijiste que no eras más que polvo, y el polvo se rió de ti.
Otros temas Salvador Sostresel