Ayer por la tarde volviendo a casa mi hija me preguntó por qué matamos a Jesús si sabíamos que era hijo de Dios; y en cualquier caso por qué Dios le dejó morir si era su hijo. Como en los últimos meses me he dado cuenta de que mi hija, pese a tener cinco años, tiene una poderosa intuición de Dios y su concepto, traté de contestarle en serio y le dije que la respuesta a todas sus preguntas era el amor. Por amor nos mandó a su hijo, por falta de amor le matamos, y como demostración del amor más bello e infinito que la Humanidad jamás haya conocido, nos ofreció el sacrificio de su hijo para redimirnos.
Entonces mi hija me preguntó si yo que le digo siempre que la quiero tanto, iba también a permitir que la mataran, y aunque me fastidió tuve que recordarle que no soy Dios, sino “sólo” su padre.
Le expliqué que desde que Jesús murió, los hombres, o como mínimo algunos hombres, hemos aprendido a cuidar de nuestros hijos tal como Dios cuidó de nosotros ofreciéndonos lo que más amaba; y que de este amor/dolor fundamental yo sacaba las fuerzas para decirle que en el júbilo y en el dolor, en la celebración o clavado en una cruz seré siempre su padre y ella será siempre mi hija.
Al ver que seguía la conversación sin problema, le dije que estaba seguro de que los hombres, o como mínimo algunos hombres, si Dios volviera a mandarnos a su hijo, volverían a crucificarle, y que la maldad formará inevitablemente parte del mundo y que su estrategia tendrá siempre el objetivo de provocarnos; pero que precisamente desde que Dios nos ofreció su amor y su dolor en la sangre de su hijo derramada, sabemos mirarnos en el espejo verdadero, que para mí es el de mi esposa y el de ella.
Entonces hablamos de la generosidad, de lo feliz que soy queriéndola, y de cómo poder dar es el gran lujo, superado el desfile menor de los caprichos. Dar y amar, que son lo mismo, como el amor y el dolor que desde la cruz nos interpelan y nos perdonan; y aunque sé que esto a mi hija le cuesta más de aceptar, porque está todavía en la fase patrimonial, le hice reflexionar sobre el hecho de que no hay cosa que le guste que no fabule con con volverla a hacer con su amiga Isabel.
Dios monta guardia en cada uno de nosotros y somos su ejército alarmado. Dios amontona sus cartones desesperados en cada uno de nosotros y somos su muchedumbre de mendigos hambrientos. Dios es un palacio en cada hijo suyo, con luminosas estancias y largos cortinajes. Y aunque sólo podamos entenderlo por partes, y aunque la lección de que el sufrimiento forma parte del amor resulta a veces insoportablemente amarga, basta la intuición una niña de 5 años con algo en el corazón y en el cerebro para dejar como una banda de bobalicones a agnósticos -que además son unos cobardes- y ateos, que como mínimo tienen la decencia creen en algo.
Mi hija me preguntó por Jesús y me estaba preguntando por ella; y a la vez, me hablaba de ella del modo más espiritual y conceptual y menos ligado al tráfico diario, sin que la muerte fuera trágica ni el amor algo intercambiable por un vestido nuevo.
“Sólo” soy tu padre, le dije, y fue mi primera confesión de debilidad. Y hasta que por la noche se durmió no se separó ni un instante de mí, ni para ir al baño, donde me pidió que la acompañara, como si saber que no soy indestructible la hubiera acercado más a mí, en lugar de decepcionarla. Hace días que para dormir le enciendo las lucecitas intermitentes del Belén, que desde el salón se reflejan en la pared de nuestra habitación si dejamos la puerta abierta, y ella me pregunta cuándo empezaremos a acercar a los Reyes.
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