Ayer hice una de las cosas más de gordo que he hecho en mi vida. Un amigo me regaló el viernes unas fantásticas longanizas de Barruera, pero llevo unos meses tan exageradamente pasado de peso que decidí que por mucho que me apetecieran, no podía comérmelas.
Y como las pobres madres que dejan a sus bebés en la inclusa, bajé al piso de mi hermana y de mi cuñado con las magníficas longanizas perfectamente envueltas y acomodadas en una bolsa de Dean & DeLuca que dejé colgando del pomo de la puerta. Llamé al timbre y subí corriendo a mi piso, sin esperar a que me abrieran.
Longanizas tiernas y sabrosas de Barruera, no os he de volver a ver. Queridas longanizas mías, estoy más que gordo y no os puedo comer. ¡Qué más quisiera yo! Lo que vosotras me habéis dado, no me lo ha dado ningún otro amor. Vuestra parte de carne y vuestra parte de grasa. La sal precisa, el exacto punto de pimienta.
El verdadero gordo no es el que come mucho. La gordura, como cualquier otro estado moral, es una conciencia. El verdadero gordo es quien piensa en lo mucho que ha comido y se da cuenta de que tiene que parar.
Como quien acude a una casa de expósitos, abandoné a mis longanizas porque ya no puedo permitírmelas. Siempre llevaré conmigo los años de las despreocupaciones en que pude ser feliz al modo inmerecido de los dioses.
Fuimos la más bella historia de amor, mis longanizas y yo. Ahora tengo que dejaros en una casa en la que sé que también os querrán, aunque no tanto como os quise y todavía os quiero yo.
De modo que adiós, queridas mías, adiós. Me voy con la ensalada atroz. Mi hija me necesita vivo aún algunos años y me mataría más temprano que tarde vuestro amor.
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