París todavía tiene una jornada y conozco los lugares. Unos amigos me invitaron el viernes por mi cumpleaños y todo lo incendiamos. Robuchon sigue siendo angelical aunque fabrique en serie, el Duke’s para hacer tiempo hasta que a las seis abre Hemingway, la piscina del Costes para resucitar y Le Bouclard con su tuétano y su pastrami. Hacía seis meses que no iba en tanque, concentrado en mi dieta sepulcral. Perder treinta quilos es volver a empezar. Última benéfica en el Hemingway después de cenar y lo siguiente que recuerdo es que me desperté a las ocho y media en mi habitación Costera con la idea de ir a Disney y un vértigo estomacal de los que marcan a una generación. Una Coca-Cola zero y dos ibuprofenos de 600 pagaron el rescate y me tocó un taxista con americana y pajarita: notable regalo de aniversario. En Disney sólo una atracción y en barca rosa: Small World. Yo le llamo Les nines, porque todo son muñecas bailando. No hay cosa que me pueda gustar más. Taxi de vuelta a L’Ami Louis, el pato frío y el foie. En la hora que procuro reservarme para despedirme de París desde la biblioteca del Costes escribo un artículo como si soliera vivir aquí.
Yo he envejecido pero mis lugares me parecen tan emocionantes como cuando los conocí. Los mitos hay que elegirlos con cuidado para que puedan ser el hilo que cose tus días y les da sentido: por eso soy conservador, porque la vida cuando aciertas es un anticipo de la eternidad y los que tanto quieren cambiar es que algo han hecho mal. El niño se hace hombre pero hay que seguir viviendo desde el niño profundo para que no todo sea cinismo: por eso soy de derechas, porque el humor es nuestro y hemos venido a jugar.
Entre Robuchon y Les Nines he escrito todos mis artículos y he aprendido más de El Bulli y de Bel que de las novelas tan tediosas de Simone de Beauvoir. La alegría es mi escrupulosa higiene diaria y mis dos grandes sentimientos son la gratitud y la generosidad.
Para resumir, a mi hija le puse Maria. Y nada más.
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