Los prejuicios de la derecha son incluso más vulgares que las checas de la izquierda. El falso cristianismo de murmullo y chochez de vieja que diseca el gato cuando se le muere es lo que más se parece al relativismo, pero resulta bastante más ofensivo. Hay una zona gris que derecha e izquierda comparten por donde resbalan sin fin el complejo, la cobardía, la renuncia al riesgo intelectual de poner acentos de luz en lo que crees, el desprecio de los dones cuando limitan con el abismo porque prefieres el confort del aplauso de las masas. Éstas no fueron las enseñanzas de los profetas. Si así se hubiera comportado Jesucristo, la Humanidad no sería más que una vieja reliquia.
Que los de la izquierda me insulten es algo que yo perfectamente comprendo. Si fueran un poco más listos, serían de derechas. Un día me enfadé con la asistenta por algo muy tonto que había hecho y mi abuela me dijo: “no se lo tengas en cuenta, porque si fuera tan inteligente como tú, no sería tu asistenta”. Lo mismo sirve para la izquierda.
Pero me desespero cuando esta debilidad mental la hallo en gente que se supone que tiene claros los conceptos y cada día estoy más convencido de que el drama no es culpa de la parte estúpida del mundo, que dimos siempre por descontada, sino de esta falsa derecha meliflua, blandengue, que se llama cristiana pero que ignora el misterio de la espiga, el tisú estremecido de ternura, el alambre imprescindible donde el Hombre para crecer tiene que hacer sus equilibrios aunque sea al precio de caerse la mayoría de las veces.
Hay una derecha sorda, tacaña, que no va a Misa para ver a Dios sino para que Dios la vea. La derecha, cuando no es generosa, es falangista: igualitarismo atroz sin deseo de mundo mejor, sin el ansia de estirar los dedos para tocar la cara de Dios. Abrumador desfile de renuncias para pisotear las flores más delicadas. Y esta derecha es nuestro mayor enemigo. Es la que libra las guerras equivocadas por los motivos equivocados y que cuando llega la hora de la verdad se lava las manos. Es la derecha que no sabe lo que se hace, que nunca arriesgó nada, y que es tan corrupta que no hace falta ni comprarla. Basta un palo para asustarla. Si ¿Quién tiene el palo? Mírale los pies, pero míralos bien, porque se confunde con el suelo la derecha arrastrada.
Vivimos en un mundo bellísimo y terrible, lleno de esperanza y de peligros. El buenismo y los prejuicios son las armas más letales contra nuestro esfuerzo por ser libres. Son una cosa y lo mismo los que odian por resentimiento la inteligencia que los que prenden las hogueras clamando brujería, aunque de los resentidos no esperábamos nada y es en cambio demasiado desmoralizante que la alta partitura de Dios tenga intérpretes tan mediocres.
La guerra siempre fue desigual y es una heroicidad que todavía la izquierda no nos haya arrasado con su sed de venganza y su falta de piedad. Pero vamos a caer más temprano que tarde si tenemos que gastar la mitad del día vigilando que no nos disparen por detrás.
Si la derecha no puede defender la libertad por encima de lo que nos gusta -incluso de lo que no nos gusta nada-, el principio fundamental de la propiedad privada que incluya que a nadie se le puede sustraer más de un 30% de lo que gana, y la necesidad de ponderar, para adaptarlos a nuestro tiempo, las herramientas y los equilibrios de de la democracia, entonces estamos perdidos sin remedio en el siniestro lupanar del mal, y la destrucción de todo lo que amamos es sólo cuestión de tiempo.
Una derecha acomplejada y cobarde es un atentado a la memoria de Juan Pablo II. Si Dios hubiera sido un cobarde no nos habría mandado s su Hijo, ni mucho menos nos habría perdonado resucitándolo. A veces pienso que si Jesucristo volviera, disimulado bajo cualquier otro nombre, sería acusado por más de un obispo de anticristiano estridente, de no respetar la doctrina social de la Iglesia, y tendría los mismos problemas que suelo tener yo para publicar sus artículos.
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