El juicio de esta semana ha servido para que Artur Mas explicitara su mentira incluso ante sus incondicionales. A partir de su declaración, si algún independentista de buena fe continúa creyendo en él, tendrá que revisar su buena fe -o sus entendederas.
Mas se hizo el héroe secesionista en la calle, entre la turba que le aguardaba, pero en su declaración reconoció la legalidad española y a los jueces españoles, y se defendió de las acusaciones que sobre él pesan asegurando que no pretendía desobedecer al Tribunal Constitucional. Todo ello, con el claro propósito de tratar de esquivar la inhabilitación. El que prometió un referendo el 9 de noviembre para acabar organizando aquella patochada por la que ahora está siendo juzgado, ha reconocido que Cataluña permanecerá inequívocamente española y precisamente por ello se ha sometido a su Justicia, buscando ser absuelto, que es todo lo contrario de lo que haría un “maulet” convencido de que la independencia es para mañana, tal como prometen los políticos y los propagandistas de la causa.
Mas quiso tomarle el pelo al Estado. Vacilarle. Jugar a que desobedecía -más que realmente desobedecer-, lo justo para engañar a los que legítimamente aspiran a que Cataluña se convierta en un Estado y conseguir su voto para continuar siendo el presidente de la Generalitat. Mas nunca ha sido independentista. Mas
sólo ha querido parecer un poco más independentista que Junqueras para seguir gobernando su autonomía. Entiendo que cueste de creer, pero Mas no ha llegado hasta aquí por una cuestión de dignidad colectiva sino de avaricia personal.
Por lo tanto, aunque quien ha actuado contra él ha sido el Estado, quienes tendrían que inhabilitarle como líder y referente del soberanismo son los propios independentistas, las verdaderas víctimas de su farsa. Si no lo hacen e insisten en venerarle, no podrán ni siquiera presumir de haber perdido contra España, porque habrán sido simplemente derrotados por lo fácil que resulta engañarles.
Otros temas Salvador Sostresel