El Nomad es mi hotel en Manhattan. Pero Manhattan fue la ciudad de otras edades de mi vida, cuando todavía tenía la pulsión y el ímpetu, y esa voracidad que era física antes de que se decantara la metáfora. Cae lenta la lluvia sobre este viernes estilizado y gris, deliciosamente urbano. Mi mujer y nuestros amigos insisten en ir al Moma, no tanto por el Noma sino por “hacer algo ya que estamos en Nueva York”. Suerte que no dicen “New York”.
Se van y yo me instalo en este bar al que llaman The Library, porque realmente parece una biblioteca. Es así como me gustan los libros. Ordenados y tenuemente iluminados, como si su misterio fuera agradable, puestos en fila en magníficas estanterías, sin abrirse, quedando bien con las visitas, sin mundo interior y luciendo por sus tapas.
Las ciudades para mí son sus bares de hotel y sus restaurantes. Yo estoy mucho más en Nueva York en este magnífico bar de Jacques García, que yendo a ver cosas o a hacer algo. Me duele terriblemente la cabeza pero estar aquí me compensa de tal modo que hasta soy capaz de olvidarme de lo que me duele.
Siempre fui indoor, pero con el tiempo lo de fuera ha pasado de no molestarme a causarme una cierta angustia. Para estar bien necesito que antes alguien haya pensado. Jacques García piensa para mí y me dice lo que va a gustarme antes de que yo lo sepa. Para mí vivir, es vivir así. Lo de las calles está bien si tienes que ir a alguna parte. Pasear con tiempo me gusta. Pero dar vueltas por darlas, por hacer algo ya que estamos aquí, me parece un ejercicio que no guarda proporción con la edad que ya tengo.
Muchas veces creemos, y esto en Manhattan es fácil que te pase, que las cosas han empeorado: el estado de las calles, los restaurantes, algunos escritores o directores de teatro. Y es cierto que en ocasiones las cosas y las personas empeoramos. Pero normalmente no es así. Manhattan no ha empeorado: he mejorado yo, y han cambiado las distancias. Le guardo una enorme simpatía a ese ímpetu físico que una vez tuve, y me alegro de haber vivido aquellos años con tanta intensidad, dándolo todo como si no hubiera mañana, y esa rabia que sentía cuando los bares cerraban. Todavía hoy pregunto, como un tic that still remains, a qué hora cierran los bares, y me entristece que me digan a la una, aunque suelo retirarme mucho antes. Me cae bien el chico que fui, y creo que apuré con honor los dones que me fueron concedidos. La Gracia. Aquella euforia incontenible. Con el tiempo me he vuelto más conservador que liberal porque más que los dones me pesa la intuición del pecado original. Me gustan los libros en fila, y mirarles con cara de que nunca los he leído. Los bares de hotel, las mañanas de lluvia, que me duela la cabeza y no hacerme caso, la poesía cruel de no pensar en mí, la poca luz y comer con los amigos con los me enfadé cuando la tarde es propicia para el reencuentro y que por un instante la vida vuelva a ser como era.
No llueve cuando salgo del hotel y tengo tiempo de ir al restaurante paseando. Me alegra que no sea mi primera vez en la ciudad, y poder disfrutar del paseo sin la ansiedad por descubrirlo todo. Esta es la distancia exacta con cualquier ciudad, para poder fluir con ella, para acomodarte a su ritmo que es el único modo, aunque sea momentáneo, de captar su espíritu.
Sólo ha llegado uno de mis amigos. Campari Soda. El aperitivo es la metáfora de todas las expectativas.
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