Hace tiempo que los católicos nos hemos dejado llevar por lo terrenal, como si la Iglesia fuera una oenegé, y nos hemos olvidado de Dios.
Nos hemos olvidado de la espiritualidad, del misterio, del silencio del que nace la canción. Hemos preferido la seguridad pequeñoburguesa de lo tangible y nos hemos olvidado de la inmensidad de lo inaccesible, de lo sagrado, donde toda alma tiembla de Gracia y de belleza. Hace tiempo que Dios nos da pereza y nos conformamos con ser solidarios, lo que sin duda es hermoso, pero la música de Bach nos llama a otra cosa. Hace tiempo que Dios nos da miedo y creemos que el camino es rebajar la exigencia y edulcorar la Cruz para ser más populares, como si nuestra misión fuera competir en una lista de éxitos.
Sólo la Iglesia tiene el carisma de la verdad y cuando renunciamos a ella volvemos inútil el Calvario. Fue el mundo quien siguió a Jesús y Dios no edulcoró nada. Ni la muerte de su propio Hijo, que hasta llegó a creer que su Padre le había abandonado. Libertad y miedo siempre fueron de la mano, como un matrimonio viejo que decide morir el uno por el otro.
Hemos olvidado de que estamos hechos a la imagen y semejanza de Dios y preferimos justificar el pecado que confortar a quien se equivoca. Nos hemos emborrachado de obviedad y nos parecemos peligrosamente al populismo atroz que nos destroza.
La Iglesia es cimiento sobre Esta Piedra y son los demás los que tienen que moverse. El rito y el misterio propician la profundidad de la fe y la imprescindible tensión espiritual que nos diferencia de la carne amontonada. Ser católico no es una aproximación, ni una fiesta benéfica, ni un viaje al tercer mundo para encontrarse a uno mismo.
Ser católico es tambalearse en el alambre del amor absoluto a Dios, en el alambre angustioso de su ausencia y en la gozosa disposición de cuando nos llama o nos atiende.
Hace tiempo que nos hemos acostumbrado a dejarnos llevar por lo establecido como si Jesús nos hubiera enseñado a no llamar la atención; y a preferir el mal menor por miedo al rechazo, que proyectarnos en nuestro deseo de mundo mejor. Hace tiempo, demasiado tiempo, que nos avergonzamos del esplendor de la fe y que ya no alargamos los dedos para tocar la cara de Dios.
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