He esperado un día para escribir sobre la muerte de Carlos Pérez de Rozas. He esperado a que todo el mundo dijera que diseñó El Periódico y que rediseñó La Vanguardia. He esperado que todo el mundo dijera que era muy simpático y muy del Barça. Es importante esperar porque así damos juego a todo el mundo y no todo tiene que escribirse en la misma página. También es importante esperar que lo que friega la criada se seque porque si lo pisas aún mojado el suelo queda más sucio que antes. Lo que hasta ahora se ha escrito sobre la muerte de Carlos refleja el tono bajísimo, deprimido, miserable en que ha quedado reducida la sociedad catalana.
Carlos Pérez de Rozas, más que ninguna otra cosa, amaba la vida, la asaltaba. Su trabajo lo define pero sólo su vida la explica. Se enamoró de su mujer, Carmen Canut, cuando todavía era la mujer de Joan Barril. En un viaje que hicieron juntos -los entonces Barril y Carlos – Carlos y Carmen se veían a escondidas y Carlos entraba por la ventana del cuarto de baño del hotel de la mujer y de su amigo para culminar el amor como el amor culmina, y supongo que a nadie le extraña que los terminaran pillando. Se separó Carmen y para siempre vivieron juntos y se amaron. Esta anécdota, por lo que tiene de vital, por lo que tiene de furtiva, por lo que tiene de apasionada y por lo que tiene de caradura, y de hacer pasar su voluntad por encima de cualquier otra circunstancia, explica a Carlos mejor que la mejor cabecera que diseñara.
En los años de plomo del pujolismo, Javier Godó tuvo la sensación de que los convergentes le espiaban. Todo empezó el día que Lluís Prenafeta, tras una discusión dura y seca, y sabiendo perfectamente lo que hacía, le deseó un feliz verano y “buen viaje a Grecia”. Godó quedó francamente afectado porque sólo él y su eterna secretaria Gema sabían dónde iba de vacaciones -y sobre todo con quién-, por lo que comenzó a buscar quién era el traidor que había explicado a los convergentes su vida íntima. Pensó en los empleados de la agencia de viajes a través de los que se había contratado la escapada, pero con ninguno de ellos las conexiones con Prenafeta parecieron probables. Fue entonces cuando Godó decidió poner en marcha las famosas escuchas a sus empleados. El 9 de octubre de 1991, el director general de la empresa, Carlos Fajardo, fue fulminantemente destituido por “grave pérdida de confianza”. Fajardo era el hombre que Godó había designado para que negociara las subvenciones menos convencionales con la Generalitat. La idea de que Fajardo era el informador de Prenafeta tomó cuerpo, además de por lo que las escuchas revelaron, cuando Lluís le fichó para El Observador el mismo día que fue despachado de La Vanguardia.
Carlos Pérez de Rozas apareció en estas escuchas, hablando con Fajardo poco después de que le echaran, profesándole la amistad y el viejo afecto y poniéndose a su disposición por si necesitaba algo. También esta militancia en la amistad, nada frívola, que en nada dependía de la euforia de sus estallidos, sino del hombre libre y estructurado que sólidamente era, explica a Carlos Pérez de Rozas. Cualquiera, sobre todo en La Vanguardia, y sabiendo que el dueño escuchaba, habría mirado hacia otro lado. Carlos veló por su amigo y por su suerte, por su cariño y por su bienestar.
Pero el gran regalo que el Carlos me hizo, fue Inocencio Flores, el proveedor de cigarros puros del casino de Sant Pere de Ribes. Era un traficante sensacional, con unos puros impresionantes. Era amigo de Carlos y de vez en cuando lo convocaba a La Vanguardia, todavía en la calle Pelayo. Nos traía, siempre en una bolsa de ir al gimnasio, un género de muy alta calidad. Le podías encargar lo que querías, incluso referencias que en España no acababan de llegar. Flores era un hombre realmente inusual. Iba a Cuba, compraba los puros que creía que podían interesar a sus clientes -además de los encargos que le habíamos hecho- y se retiraba a su hotel cubano. Allí les quitaba la vitola y les ponía una de cualquier otro país que no fuera Cuba, y los colocaba en una caja de la misma marca, para distraer así el embargo estadounidense contra productos de la dictadura comunista. Entonces se mandaba a su hotel de Nueva York, por correo ordinario, las vitolas y las cajas originales, y a continuación volaba él hacia allí para devolver a sus puros su envoltorio y su verdadera identidad y venderlos a los clientes más importantes del mundo, entre artistas, empresarios y políticos. Luego volvía a Barcelona, para atendernos a nosotros y satisfacer al casino. Era entonces cuando Carlos nos avisaba: Inocencio vendrá el miércoles de la próxima semana. E íbamos unos cuantos a su despacho de La Vanguardia, y tocábamos y olíamos y elegíamos y pagábamos, siempre en efectivo. Carlos era feliz, se exaltaba en ese momento como de subasta del pescado de la tarde, y nos ayudaba a determinar la calidad de cada puro. Sabía mucho, de cigarros, de marcas y de calidades. Siempre nos decía que, de todo lo que comrpráramos, fuéramos a ofrecerle un ejemplar al director, mi querido Juan Tapia. Juan siempre tomaba dos de cada, “para estar seguro de que ha salido bien la caja”. Al cabo de no muchos años, tal vez en 1998 o 99, Inocencio fue brutalmente golpeado por el retrovisor de un autobús en Cuba y coincidió con que dejé de fumar cigarros. De todas las personas que conozco, sólo Carlos me habría podido presentar a un hombre como Inocencio, y sólo con Carlos, y con su euforia, habría podido llegar a saber todo lo que sé -o más bien sabía- de los cigarros habanos.
Era un entusiasta. Era un espabilado. Era todo amor. Era todo traficante. Más listo y más encantador que la mayoría de los demás. Era todo espectáculo y él era feliz en este espectáculo de luz y colores que organizaba a su alrededor y con el que propagaba la alegría y la electricidad de vivir a los demás. Era un exagerado pero del tipo de exageración que ayuda a pasar por este mundo con la sensación de que hacemos algo. Envidio muchas de sus cualidades. Sus defectos me parecen bien banales. Fue siempre partidario de la vida y de la felicidad. En los últimos años no lo traté mucho pero lo veía de vez en cuando y 71 años me parecen para él una ración escasa. Pero me alegra que muriera de repente, sin sufrir, sin hacer sufrir, sin haber dejado de ser Carlos Pérez de Rozas ni un solo instante.
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En desacuerdo con algunas líneas de este artículo, la viuda de Carlos Pérez de Rozas, señora Carmen Canut, escribió la siguiente Carta al Director, que por motivos más allá de mi conocimiento no halló su publicación. En el mitin de Puigdemont en Perpiñán, formando la señora Canut parte de la organización, me hizo saber su disgusto del modo más llamativo e insultante, pero algo en ella me conmovió, supongo que el viejo afecto que durante tantos años sentí por su difunto esposo. Por ello al día siguiente me puse en contacto con ella, le pedí disculpas si se había sentido ofendida, le di las explicaciones oportunas sobre quién me había explicado aquella historia, y le pedí que me mandara la carta para publicarla junto al artículo, en el mismo espacio, para que quedara constancia de su discrepancia y enfado.
Estimado Sr. Director:
Mi marido, el periodista y profesor universitario Carlos Pérez de Rozas, falleció repen-tinamente el pasado 10 de agosto.
Fueron muchísimos los artículos que aparecieron en los siguientes días glosando su figura, tanto en la prensa escrita de Barcelona como en la catalana, española, italiana y latinoamericana. También me llegaron múltiples comentarios elogiosos y de homenaje a Carlos en otros medios de comunicación (radio y televisión).
Debido a mi estado emocional por el impacto de perder a mi compañero de vida de manera tan traumática, no me vi con ánimos de leer todo lo que se había escrito hasta la semana pasada, dos meses después de su marcha.
En este proceso abrí el link del artículo “Carlos por la ventana” que publicó Salvador Sostres en la sección “French 75” el domingo 11 de agosto, es decir, el día después del fallecimiento de Carlos. Adjunto el texto, dado el tiempo transcurrido.
Ya el título me llamó la atención de manera desagradable, pero al leer el segundo parágrafo en el que explica el porqué del título (y que he resaltado en amarillo), tuve un acceso de náuseas y tuve que ir corriendo al lavabo para vomitar, sí, literalmente, a vomitar, puesto que lo que acababa de leer era ROTUNDAMENTE GROTESCO, ESPER-PÉNTICO Y, POR ENCIMA DE TODO, FALSO.
Con este motivo, y aunque haya pasado tanto tiempo, apelo a su profesionalidad y rigor para rogarle que publique mi testimonio de que el Sr. Sostres se inventó totalmente lo que escribió en su artículo del día 11 de agosto refiriéndose a cuando yo todavía era la esposa de Joan Barril. Es un texto indigno y una mentira. Yo puedo atestiguarlo. Se supone que fui protagonista de un suceso que nunca sucedió.
Estoy segura de que se hará eco de mi repulsa. Atentamente,
Carmen Canut Bartra
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