Cuando ya nada esperaba personalmente exultante, volvió el miércoles a mi vida la vacuna antitetánica, o por decirlo de un modo menos inexacto, la palabra «antitetánica». No se hacen ustedes una idea de la ilusión que me hizo volver a pronunciarla. No he parado de hacerlo desde entonces. Antitetánica. Y regreso a los veranos felices de mi infancia, jugando con mi abuela y la tieta Paquita en el Riuet de Sort. El día que me hice daño con un columpio oxidado y las dos lo dijeron solemnes, inapelables: «Habrá que ponerte la antitetánica». Volvimos a la casa. El doctor Muixí tardó en llegar, y yo creía que ya no vendría, y las inyecciones me daban pánico. Intenté disimular la herida, negar inútilmente que el hierro estuviera oxidado; luego dije que me encontraba mal, me hice el que lloraba por ver si mi abuela se apenaba y cuando ya no pude retrasar más el instante, me entregué al destino trágico, que duró poco o nada, y para compensarme la tieta Paquita me preparó una histórica tortilla de patatas. Siempre sin cebolla. Y con costillas de ternera a la brasa. Para mí la antitetánica no fue una vacuna sino una manera de pasar la tarde. Al cabo de unos días se la tuvieron que poner a mi hermana, por un incidente parecido, pero con un tobogán, y también compareció el doctor Muixí aunque la tieta Paquita no preparó nada especial para la cena de mi hermana, porque sobre todo en los pueblos, en el amor de las tías hubo siempre clases, indisimuladas clases. Mi hermana acababa de llegar de Madrid porque mi otra abuela, María, la había invitado a comer a Semon para que conociera a Don Juan. En la vida de mi abuela hubo dos hombres importantes: el joyero judío para el que trabajó en Venezuela, cuando a finales de los 50 fue a hacer las Américas, y el abuelo del rey de España. A los dos les admiró como una pauta de vida. Se fijaba en sus palabras, en sus gestos, lo aprendió todo de ellos. Para mi abuela la Casa Real fue una escuela, su gran escuela de todos los tiempos. El rey Juan Carlos, la reina Sofía, la infanta Cristina, Gaitanes, Soria, Badajoz, Zurita, Ussía, entre tantos otros títulos y apellidos que al principio me parecían como irreales y fueron poco a poco estructurando mi lugar en el mundo y mi conocimiento. Recuerdo el día en que conocí a Don Juan, yo tenía 10 años. El conde de los Gaitanes me enseñó a hacer la reverencia, juntando los pies y bajando la cabeza. Aquella noche mi abuela estuvo feliz de haberme hecho aquel regalo, que yo no acabé de entender hasta pasados algunos, muchos años. De vuelta a Sort, y a la antitetánica de mi hermana, comenzaba el verano de 1986. En marzo habíamos ganado el referendo de la OTAN. El tiet Pepe, a pesar de que en casa ganamos la Guerra, y de no tenerle ninguna simpatía a Felipe González, daba mucha importancia a la correcta decisión que entre todos tomamos, y recuerdo con igual precisión las veces que intentó explicarme el Tratado y que no hubo modo de que entendiera nada. Cuando anteayer me llamó mi esposa para decirme que el doctor Roche había descubierto que la vacuna del tétanos genera inmunidad contra el Covid, y que nos la tendríamos que poner de nuevo, una honda sensación de felicidad me tomó y me llevó a galope toda la mañana. Empecé a decir «antitetánica», y cada vez que lo decía se me hacían más nítidos mis días de verano en Sort con la tieta Paquita y mi abuela Rosario. Le dije a Anna que de inmediato bajaría a la farmacia a comprar todas las dosis que encontrara, y empecé a hacer listas en voz alta de los amigos a los que iba a regalarlas, para prender las sobremesas con los hermosos recuerdos que nos volvieran con sólo decir «antitetánica». Se enojó mi esposa, me llamó frívolo y me pidió que olvidara la llamada, que no comprara las dosis para mis amigos porque generaría escasez y que en modo alguno escribiera un artículo sobre mi estúpida euforia, que ni siquiera era por los efectos de la vacuna, sino por el mero sonido de su nombre, «antitetánica». Anna es tan estricta, tan doña perfecta, tan meticulosa, que tiende siempre a irritarse ante mi alegría de las cosas. Pero sin esta alegría ¿qué sentido tendría vacunarse? ¿Por qué tendríamos que alargar nuestro paso por un mundo deprimente en que el sonido de una palabra no pudiera hacernos muy felices de repente? Yo no sé qué es la vacuna antitetánica, ni tengo el más mínimo interés en saberlo, pero me gusta que vuelvan los símbolos de mi infancia, convertidos en héroes por la nostalgia. El doctor Muixí tiene una calle en Sort. También la tiene mi abuelo. Hay escrito en la placa: Joaquim Sostres Aytés. Mi padre pidió que se la dedicaran a cambio de un terreno de la familia que cedió al Ayuntamiento. Es un bonito homenaje, aunque incluye una traición que me desagrada. En Sort, como en tantos pueblos de Lérida, se habla muy mayoritariamente en catalán, pero en el tiempo de mi abuelo, de mi padre y también el mío, la tradición -que no el franquismo- era poner los nombres en español. No sé si esta tradición aún perdura. Mi abuelo era Joaquín, tal como el tiet que vivía enfrente era el tiet Severo, y su esposa Amparo. La memoria no puede ser una versión de la Historia ni mucho menos un fraudulento terreno de juego en el que se intenten ganar partidos que hace mucho que acabaron. Mi padre puede ser tan independentista como quiera, y mi abuela le habló siempre en catalán, pero siempre les llamó Joaquín, a él y a su marido, sin que nadie la forzara a ello. En la facultad de Derecho de Barcelona, mis padres se conocieron hablando en español, y en español se han hablado hasta ahora, lo poco que ya hablan. Está bien. Y está bien que ahora los dos sean muy de la cosa. El futuro siempre estamos a tiempo de inventarlo pero el pasado es el que fue, y yo en este sentido he tenido siempre la sensación de que el fracaso de sus vidas, juntos y por separado, tiene mucho que ver con su inclinación política, que de hecho no es ni política sino otro intento, probablemente el postrero, de no asumir las responsabilidades de sus actos y de cargarle a otro la culpa de su naufragio. Si España tuviera idea de la cantidad de urgencias y carencias personales en que el independentismo se basa, más que a la Guardia Civil, mandaría autobuses de psiquiatras. El pasado es mejor mecerlo, iluminarlo, construir héroes, recordar al doctor Muixí, y su elegancia de médico rural, y lo que me alegraba de verle, tan distinguido, cuando no era a mí a quien venía a pinchar. Magnífico señor, engrandecido por el respeto con que se recibía al doctor en las casas. Sus manos frías eran mi primera cura en el tórrido verano. Luego mi esposa es farmacéutica, se toma en serio su trabajo, conoce la importancia de las vacunas y asiste con desespero a que yo todo lo vuelva un paisaje de mi decorado, un personaje de mi escenario, y su lógica cartesiana salta por los aires. Pedazos de una alegría que no comprende, por absurda, y que es absurda porque le ha dado la vuelta a la inteligencia. Parecido al independentismo de mis padres, muchas veces discutimos con Anna un episodio de su familia en la Guerra. A su abuelo panadero, los rojos le robaron el negocio, y el coche. Franco se los devolvió en el 39, recién estrenada la victoria. «Unos nos roban las cosas y los otros el idioma», le dijo mi suegro a su padre. Y el niño preguntó: «¿Cuándo llegarán los nuestros?». La respuesta fue: «Nunca». Hombre, nunca, no. Los nuestros llegaron, claro que llegaron. Y nos devolvieron el comercio, y el coche, y no intentaron asesinarnos como lo intentó la FAI con el abuelo. Nos devolvieron la paz y la libertad, aunque es verdad que en un terreno de juego muy delimitado. Podrían desde luego no haber sido tan torpes con el catalán, pero yo ahora te pido el pequeño esfuerzo de imaginar que hubieran ganado los comunistas, y que España hubiera caído bajo la influencia del Pacto de Varsovia. Anna hoy no existiría: su abuelo y su padre habrían sido asesinados. Hay que decir «antitetánica» y que se te ilumine la infancia. Hay que acariciar con cuidado lo que fuimos y buscar más entendimiento y menos revancha. Hay que almorzar con reyes, saber hacer las reverencias. Alzarse contra los linchamientos. Copiar a los maestros. Hacer lo fácil bien hecho. Nos ha ido muy bien y no entiendo el porqué de tanta queja. Más bien agradece la luz que te ha traído hasta aquí. Más bien procura devolver algo de lo mucho que te han dado. Nunca estuvimos a oscuras. Y nunca vamos a estarlo si el sonido de una sola palabra nos basta para volar muy lejos. Antitetánica.
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